REPÚBLICA BOLIVARIANA DE VENEZUELA.
MINISTERIO
DEL PODER POPULAR PARA LA EDUCACIÓN SUPERIOR.
UNIVERSIDAD
NACIONAL EXPERIMENTAL DE LOS LLANOS OCCIDENTALES “EZEQUIEL ZAMORA”.
UNELLEZ
– SOSA.
DOCENTE: BACHILLERES:
LCDO.
JOSÉ PERALTA. LEIXA ZAPATA.
GUZMÁN
NELSON.
ELECTIVA
I (PENSAMIENTO BOLIVARIANO).
CIUDAD
DE NUTRIAS, JULIO DE 2010.
1.
DOCUMENTOS:
a.
MANIFIESTO
DE CARTAGENA.
Libertar a la Nueva
Granada de la suerte de Venezuela, y redimir a ésta de la que padece, son los
objetos que me he propuesto en esta Memoria. Dignaos, oh mis conciudadanos, de
aceptarla con indulgencia en obsequio de miras tan laudables.
Yo soy, granadinos, un hijo de la
infeliz Caracas, escapado prodigiosamente de en medio de sus ruinas físicas, y
políticas, que siempre fiel al sistema liberal, y justo que proclamó mi patria,
he venido a seguir aquí los estandartes de la independencia, que tan
gloriosamente tremolan en estos Estados.
Permitidme que animado de un celo
patriótico me atreva a dirigirme a vosotros, para indicaros ligeramente las
causas que condujeron a Venezuela a su destrucción; lisonjeándome que las
terribles, y ejemplares lecciones que ha dado aquella extinguida República,
persuadan a la América, a mejorar de conducta, corrigiendo los vicios de
unidad, solidez, y energía que se notan en sus gobiernos.
El más consecuente error que cometió
Venezuela, al presentarse en el teatro político fue, sin contradicción. la
fatal adopción que hizo del sistema tolerante; sistema improbado como débil e
ineficaz, desde entonces, por todo el mundo sensato, y tenazmente sostenido
hasta los últimos periodos, con una ceguedad sin ejemplo.
Las primeras pruebas que dio nuestro
gobierno de su insensata debilidad, las manifestó con la ciudad subalterna de
Coro, que denegándose a reconocer su legitimidad, lo declaró insurgente, y lo
hostilizó como enemigo.
La Junta Suprema en lugar de
subyugar aquella indefensa ciudad, que estaba rendida con presentar nuestras
fuerzas marítimas delante de su puerto, la dejó fortificar, y tomar una actitud
tan respetable, que logró subyugar después la Confederación entera, con casi
igual facilidad que la que teníamos nosotros anteriormente para vencerla.
Fundando la Junta su política en los principios de humanidad mal entendida que
no autorizan a ningún gobierno, para hacer por la fuerza, libres a los pueblos
estúpidos que desconocen el valor de sus derechos.
Los códigos que consultaban nuestros
magistrados, no eran los que podían enseñarles la ciencia práctica del
gobierno, sino los que han formado ciertos buenos visionarios que, imaginándose
repúblicas aéreas, han procurado alcanzar la perfección política, presuponiendo
la perfectibilidad del linaje humano. Por manera que tuvimos filósofos por
jefes; filantropía por legislación, dialéctica por táctica, y sofistas por
soldados. Con semejante subversión de principios, y de cosas, el orden social
se resintió extremadamente conmovido, y desde luego corrió el Estado a pasos
agigantados a una disolución universal, que bien pronto se vio realizada.
De aquí nació la impunidad de los
delitos de Estado cometidos descaradamente por los descontentos, y
particularmente por nuestros natos, e implacables enemigos, los españoles
europeos, que maliciosamente se habían quedado en nuestro país, para tenerlo
incesantemente inquieto, y promover cuantas conjuraciones les permitían formar nuestros
jueces perdonándolos siempre, aun cuando sus atentados eran tan enormes, que se
dirigían contra la salud pública.
La doctrina que apoyaba esta
conducta tenía su origen en las máximas filantrópicas de algunos escritores que
defienden la no residencia de facultad en nadie, para privar de la vida a un
hombre, aun en el caso de haber delinquido éste, en el delito de lesa patria.
Al abrigo de esta piadosa doctrina, a cada conspiración sucedía un perdón, y a
cada perdón sucedía otra conspiración que se volvía a perdonar: porque los
gobiernos liberales deben distinguirse por la clemencia. ¡Clemencia criminal,
que contribuyó más que nada. A derribar la máquina, que todavía no habíamos
enteramente concluido!
De aquí vino la oposición decidida a
levantar tropas veteranas, disciplinadas y capaces de presentarse en el campo
de batalla, ya instruidas, a defender la libertad con suceso y gloria. Por el
contrario, se establecieron innumerables cuerpos de milicias indisciplinadas,
que además de agotar las cajas del erario nacional, con los sueldos de la plana
mayor, destruyeron la agricultura, alejando a los paisanos de sus hogares; e
hicieron odioso el gobierno que obligaba a éstos a tomar las armas, y a
abandonar sus familias.
«Las repúblicas -decían nuestros
estadistas- no han menester de hombres pagados para mantener su libertad. Todos
los ciudadanos serán soldados cuando nos ataque el enemigo. Grecia, Roma,
Venecia, Génova, Suiza, Holanda, y recientemente Norteamérica vencieron a su
contrarios sin auxilio de tropas mercenarias siempre prontas a sostener al
despotismo y a subyugar a sus conciudadanos».
Con estos antipolíticos e inexactos
raciocinios, fascinaban a los simples; pero no convencían a los prudentes que
conocían bien la inmensa diferencia que hay entre los pueblos, los tiempos, y
las costumbres de aquellas repúblicas, y las nuestras. Ellas, es verdad que no
pagaban ejércitos permanentes; mas era porque en la antigüedad no los había y
sólo confiaban la salvación y la gloria de los Estados, en sus virtudes
políticas, costumbres severas y carácter militar, cualidades que nosotros
estamos muy distantes de poseer. Y en cuanto a las modernas que han sacudido el
yugo de sus tiranos es notorio que han mantenido el competente número de
veteranos que exige su seguridad; exceptuando Norteamérica, que estando en paz
con todo el mundo, y guarnecido por el mar no ha tenido por conveniente
sostener en estos últimos años el completo de tropas veteranas que necesita
para la defensa de sus fronteras y plazas.
El resultado probó severamente a
Venezuela el error de su cálculo; pues los milicianos que salieron al encuentro
del enemigo, ignorando hasta el manejo del arma, y no estando habituados a la
disciplina y obediencia, fueron arrollados al comenzar la última campaña, a pesar
de los heroicos y extraordinarios esfuerzos que hicieron sus jefes, por
llevarlos a la victoria. Lo que causó un desaliento general en soldados y
oficiales; porque es una verdad militar que sólo ejércitos aguerridos son
capaces de sobreponerse a los primeros infaustos sucesos de una campaña. EL
soldado bisoño lo cree todo perdido, desde que es derrotado una vez; porque la
experiencia no le ha probado que el valor, la habilidad y la constancia
corrigen la mala fortuna.
La subdivisión de la provincia de
Caracas proyectada discutida y sancionada por el Congreso federal despertó y
fomentó una enconada rivalidad en las ciudades, y lugares subalternos, contra
la capital: La cual -decían los congresantes ambiciosos de dominar en sus
distritos- era la tiranía de las ciudades y la sanguijuela del Estado». De este
modo se encendió el fuego de la guerra civil en Valencia, que nunca se logró
apagar, con la reducción de aquella ciudad; pues conservándolo encubierto, lo
comunicó a las otras limítrofes a Coro y Maracaibo; y éstas entablando
comunicaciones con aquéllas, facilitaron, por este medio, la entrada de los
españoles que trajo la caída de Venezuela.
La disipación de las rentas públicas
en objetos frívolos, y perjudiciales; y particularmente en sueldos de infinidad
de oficinistas, secretarios, jueces, magistrados, legisladores provinciales y
federales, dio un golpe mortal a la República, porque le obligó a recurrir al
peligroso expediente de establecer el papel moneda, sin otra garantía, que la
fuerza y las rentas imaginarias de la Confederación. Esta nueva moneda pareció
a los ojos de los más, una violación manifiesta del derecho de propiedad,
porque se conceptuaban despojados de objetos de intrínseco valor, en cambio de
otros cuyo precio era incierto y aun ideal. El papel moneda remató el
descontento de los estólidos pueblos internos, que llamaron al Comandante de
las tropas españolas, para que viniese a librarlos de una moneda que veían con
más horror que la servidumbre.
Pero lo debilitó más el Gobierno de
Venezuela, fue la forma federal que adoptó, siguiendo las máximas exageradas de
los derechos del hombre que autorizándolo para que se rija por sí mismo rompe
los pactos sociales, y constituye a las naciones en anarquía. Tal era el
verdadero estado de la Confederación. Cada provincia se gobernaba
independientemente; y, a ejemplo de éstas, cada ciudad pretendía iguales
facultades alegando la práctica de aquéllas, y la teoría de que todos los
hombres, y todos los pueblos, gozan de la prerrogativa de instituir a su
antojo, el gobierno que les acomode.
El sistema federal bien que sea el
más perfecto y más capaz de proporcionar la felicidad humana en sociedad es, no
obstante, el más opuesto a los intereses de nuestros nacientes Estados.
Generalmente hablando, todavía nuestros conciudadanos no se hallan en aptitud
de ejercer por sí mismos ampliamente sus derechos; porque carecen de las
virtudes políticas que caracterizan al verdadero republicano: virtudes que no
se adquieren en los gobiernos absolutos, en donde se desconocen los derechos y
los deberes del ciudadano.
Por otra parte, ¿qué país del mundo
por morigerado y republicano que sea, podrá, en medio de las facciones
intestinas y de una guerra exterior, regirse por un gobierno tan complicado y
débil como el federal? No, no es posible conservarlo en el tumulto de los
combates y de los partidos. Es preciso que el gobierno se identifique, por
decirlo así, al carácter de las circunstancias, de los tiempos y de los hombres
que lo rodean. Si éstos son prósperos y serenos, él debe ser dulce y protector;
pero si son calamitosos y turbulentos, él debe mostrarse terrible y armarse de
una firmeza igual a los peligros, sin atender a leyes ni constituciones,
ínterin no se restablecen la felicidad y la paz.
Caracas tuvo mucho que padecer por
defecto de la Confederación que lejos de socorrerla le agotó sus caudales y pertrechos,
y cuando vino el peligro la abandonó a su suerte, sin auxiliarla, con el menor
contingente. Además le aumentó sus embarazos habiéndose empeñado una competencia
entre el poder federal y el provincial, que dio lugar a que los enemigos
llegasen al corazón del Estado, antes que se resolviese la cuestión de si
deberían salir las tropas federales o provinciales a rechazarlos, cuando ya
tenían ocupada una gran porción de la provincia. Esta fatal contestación
produjo una demora que fue terrible para nuestras armas. Pues las derrotaron en
San Carlos sin que les llegasen los refuerzos que esperaban para vencer.
Yo soy de sentir que mientras no
centralicemos nuestros gobiernos americanos, los enemigos obtendrán las más
completas ventajas; seremos indefectiblemente envueltos en los horrores de las
disensiones civiles, y conquistados vilipendiosamente por ese puñado de
bandidos que infestan nuestras comarcas.
Las elecciones populares hechas por
los rústicos del campo, y por los intrigantes moradores de las ciudades, añaden
un obstáculo más a la práctica de la Federación entre nosotros; porque los unos
son tan ignorantes que hacen sus votaciones maquinalmente, y los otros, tan
ambiciosos que todo lo convierten en facción; por lo que jamás se vio en
Venezuela una votación libre y acertada; lo que ponía el gobierno en manos de
hombres ya desafectos a la causa, ya ineptos, ya inmorales. El espíritu de
partido decidía en todo y, por consiguiente, nos desorganizó más de lo que las
circunstancias hicieron. Nuestra división y no las armas españolas, nos tornó a
la esclavitud.
EL terremoto de 26 de marzo
trastornó ciertamente, tanto lo físico como lo normal; y puede llamarse propiamente
la causa inmediata de la ruina de Venezuela; mas este mismo suceso habría
tenido lugar, sin producir tan mortales efectos, si Caracas se hubiera
gobernado entonces por una sola autoridad, que obrando con rapidez y vigor
hubiese puesto remedio a los daños sin trabas, ni competencias que retardando
el efecto de las providencias, dejaban tomar al mal un incremento tan grande
que lo hizo incurable.
Si Caracas en lugar de una
Confederación, lánguida e insubsistente hubiese establecido un gobierno sencillo,
cual lo requería su situación política y militar, tú existieras ¡oh Venezuela!
y gozaras hoy de tu libertad.
La influencia eclesiástica tuvo. Después
del terremoto, una parte muy considerable en la sublevación de los lugares y
ciudades subalternas: y en la introducción de los enemigos en el país; abusando
sacrílegamente de la santidad de su ministerio en favor de los promotores de la
guerra civil. Sin embargo, debemos confesar ingenuamente, que estos traidores
sacerdotes se animaban a cometer los execrables crímenes de que justamente se
les acusa porque la impunidad de los delitos era absoluta; la cual hallaba en
el Congreso un escandaloso abrigo; llegando a tal punto esta injusticia que de
la insurrección de la ciudad de Valencia, que costó su pacificación cerca de
mil hombres, no se dio a la vindicta de las leyes un solo rebelde; quedando
todos con vida y, los más, con sus bienes.
De lo referido se deduce, que entre
las causas que han producido la caída de Venezuela, debe colocarse en primer
lugar la naturaleza de su Constitución; que repito, era tan contraria a sus
intereses, como favorable a los de sus contrarios. En segundo, el espíritu de
misantropía que se apoderó de nuestros gobernantes. Tercero, la oposición al
establecimiento de un cuerpo militar que salvase la República y repeliese los
choques que le daban los españoles. Cuarto, el terremoto acompañado del
fanatismo que logró sacar de este fenómeno los más importantes resultados; y
últimamente, las facciones internas que en realidad fueron el mortal veneno que
hicieron descender la patria al sepulcro.
Estos ejemplos de errores e
infortunios, no serán enteramente inútiles para los pueblos de la América
meridional, que aspiran a la libertad e independencia.
La Nueva Granada ha visto sucumbir a
Venezuela, por consiguiente debe evitar los escollos que han destrozado a
aquélla. A este efecto presento como una medida indispensable para la seguridad
de la Nueva Granada la reconquista de Caracas. A primera vista parecerá este
proyecto inconducente, costoso y quizás impracticable; pero examinando
atentamente con ojos previsivos, y una meditación profunda, es imposible
desconocer su necesidad, como dejar de ponerlo en ejecución probada la
utilidad.
Lo primero que se presenta en apoyo
de esta operación, es el origen de la destrucción de Caracas, que no fue otro
que el desprecio con que miró aquella ciudad la existencia de un enemigo que
parecía pequeño, y no lo era , considerándolo en su verdadera luz.
Coro, ciertamente, no habría podido
nunca entrar en competencias con Caracas, si la comparamos, en sus fuerzas
intrínsecas, con ésta; mas como en el orden de las vicisitudes humanas no es
siempre la mayoría física la que decide, sino que es la superioridad de la
fuerza moral la que inclina hacia sí la balanza política, no debió el Gobierno
de Venezuela, por esta razón, haber descuidado la extirpación de un enemigo
que, aunque aparentemente débil, tenía por auxiliares a la provincia de
Maracaibo; a todas las que obedecen a la Regencia; el oro, y la cooperación de
nuestros eternos contrarios los europeos que viven con nosotros; el partido
clerical, siempre adicto a su apoyo y compañero, el despotismo, y, sobre todo,
la opinión inveterada de cuantos ignorantes y supersticiosos contienen los
límites de nuestros Estados. Así fue que apenas hubo un oficial traidor que
llamase al enemigo, cuando se desconcertó la máquina política, sin que los
inauditos y patrióticos esfuerzos que hicieron los defensores de Caracas, lograsen
impedir la caída de un edificio ya desplomado, por el golpe que recibió de un
solo hombre.
Aplicando el ejemplo de Venezuela a
la Nueva Granada; y formando una proporción hallaremos que Coro es a Caracas,
como Caracas es a la América entera; consiguientemente, el peligro que amenaza
este país, está en razón de la anterior progresión; porque poseyendo España el
territorio de Venezuela, podrá con facilidad sacarle hombres y municiones de
boca y guerra, para que bajo la dirección de jefes experimentados contra los
grandes maestros de la guerra, los franceses, penetren desde las provincias de
Barinas y Maracaibo hasta los últimos confines de la América meridional.
España tiene en el día gran número
de oficiales generales ambiciosos y audaces; acostumbrados a los peligros y a
las privaciones que anhelan por venir aquí a buscar un imperio que reemplace el
que acaban de perder.
Es muy probable, que al expirar la
Península, haya una prodigiosa emigración de hombres de todas clases; y
particularmente de cardenales arzobispos, obispos canónigos y clérigos
revolucionarios capaces de subvertir, no sólo nuestros tiernos y lánguidos
Estados sino de envolver el Nuevo Mundo entero en una espantosa anarquía. La
influencia religiosa, el imperio de la dominación civil y militar, y cuantos
prestigios pueden obrar sobre el espíritu humano, serán otros tantos
instrumentos de que se valdrán para someter estas regiones.
Nada se opondrá a la emigración de
España. Es verosímil que Inglaterra proteja la evasión de un partido que
disminuye en parte las fuerzas de Bonaparte, en España; y trae consigo el
aumento y permanencia del suyo en América. Francia no podrá impedirlo tampoco
Norteamérica; y nosotros menos aún, pues careciendo todos de una marina
respetable, nuestras tentativas serán vanas.
Estos tránsfugas hallarán,
ciertamente, una favorable acogida en los puertos de Venezuela, como que vienen
a reforzar a los opresores de aquel país; y los habilitan de medios para
emprender la conquista de los Estados independientes.
Levantarán quince o veinte mil
hombres que disciplinarán prontamente con sus jefes, oficiales, sargentos,
cabos y soldados veteranos. A este ejército seguirá otro todavía más temible,
de ministros, embajadores, consejeros, magistrados, toda la jerarquía
eclesiástica y los grandes de España, cuya profesión es el dolo y la intriga,
condecorados con ostentosos títulos, muy adecuados para deslumbrar a la
multitud, que derramándose como un torrente, lo inundarán todo arrancando la
semillas, y hasta las raíces del árbol de la libertad de Colombia. Las tropas
combatirán en el campo; y éstos, desde sus gabinetes, nos harán la guerra por
los resortes de la seducción y del fanatismo.
Así pues, no nos queda otro recurso
para precavernos de estas calamidades, que el de pacificar rápidamente nuestras
provincias sublevadas, para llevar después nuestras armas contra las enemigas;
y formar, de este modo, soldados y oficiales dignos de llamarse las columnas de
la patria.
Todo conspira a hacernos adoptar
esta medida; sin hacer mención de la necesidad urgente que tenemos de cerrarle
las puertas al enemigo, hay otras razones tan poderosas para determinarnos a la
ofensiva, que sería una falta militar y política inexcusable dejar de hacerla.
Nosotros nos hallamos invadidos y, por consiguiente, forzados a rechazar al
enemigo más allá de la frontera. Además, es un principio del arte que toda
guerra defensiva es perjudicial y ruinosa para el que la sostiene; pues lo
debilita sin esperanza de indemnizarlo; y que las hostilidades en el territorio
enemigo, siempre son provechosas, por el bien que resulta del mal contrario;
así, no debemos, por ningún motivo, emplear la defensiva.
Debemos considerar también el estado
actual del enemigo que se halla en una posición muy crítica, habiéndoseles
desertado la mayor parte de sus soldados criollos: y teniendo, al mismo tiempo,
que guarnecer las patrióticas ciudades de Caracas, Puerto Cabello, La Guaira,
Barcelona, Cumaná y Margarita, en donde existen sus depósitos; sin que se
atrevan a desamparar estas plazas, por temor de una insurrección general en el
acto de separarse de ellas. De modo que no sería imposible que llegasen
nuestras tropas hasta las puertas de Caracas, sin haber dado una batalla
campal.
Es una cosa positiva, que en cuanto
nos presentemos en Venezuela, se nos agregan millares de valerosos patriotas,
que suspiran por vernos aparecer, para sacudir el yugo de sus tiranos, y unir
sus esfuerzos a los nuestros en defensa de la libertad.
La naturaleza de la presente campaña
nos proporciona la ventaja de aproximarnos a Maracaibo, por Santa Marta, y a
Barinas por Cúcuta.
Aprovechemos, pues, instantes tan
propicios; no sea que los refuerzos que incesantemente deben llegar de España. Cambien
absolutamente el aspecto de los negocios, y perdamos, quizás para siempre, la
dichosa oportunidad asegurar la suerte de estos Estados.
El honor de la Nueva Granada exige
imperiosamente escarmentar a esos osados invasores, persiguiéndolos hasta los
últimos atrincheramientos, como su gloria depende de tomar a su cargo la
empresa de marchar a Venezuela, a libertar la cuna de la independencia
colombiana, sus mártires, y aquel benemérito pueblo caraqueño, cuyos clamores
sólo se dirigen a sus amados compatriotas los granadinos, que ellos aguardan
con una mortal impaciencia, como a sus redentores. Corramos a romper las
cadenas de aquellas víctimas que gimen en las mazmorras, siempre esperando su
salvación de vosotros; no burléis su confianza; no seáis insensibles a los
lamentos de vuestros hermanos. Id veloces a vengar al muerto, a dar vida al
moribundo, soltura al oprimido y libertad a todos.
Cartagena de Indias, 15 de diciembre
de 1812.
b.
CARTA
DE JAMAICA.
Muy señor mío: Me
apresuro a contestar la carta de 29 del mes pasado que usted me hizo el honor
de dirigirme, y yo recibí con la mayor satisfacción.
Sensible como debo, al interés que
usted ha querido tomar por la suerte de mi patria, afligiéndose con ella por
los tormentos que padece, desde su descubrimiento hasta estos últimos períodos,
por parte de sus destructores los españoles, no siento menos el
comprometimiento en que me ponen las solícitas demandas que usted me hace,
sobre los objetos más importantes de la política americana. Así, me encuentro
en un conflicto, entre el deseo de corresponder a la confianza con que usted me
favorece, y el impedimento de satisfacerle, tanto por la falta de documentos y
de libros, cuanto por los limitados conocimientos que poseo de un país tan
inmenso, variado y desconocido como el Nuevo Mundo.
En mi opinión es imposible responder
a las preguntas con que usted me ha honrado. El mismo barón de Humboldt, con su
universalidad de conocimientos teóricos y prácticos, apenas lo haría con
exactitud, porque aunque una parte de la estadística y revolución de América es
conocida, me atrevo a asegurar que la mayor está cubierta de tinieblas y, por
consecuencia, sólo se pueden ofrecer conjeturas más o menos aproximadas, sobre
todo en lo relativo a la suerte futura, y a los verdaderos proyectos de los
americanos; pues cuantas combinaciones suministra la historia de las naciones,
de otras tantas es susceptible la nuestra por sus posiciones físicas, por las
vicisitudes de la guerra, y por los cálculos de la política.
Como me conceptúo obligado a prestar
atención a la apreciable carta de usted, no menos que a sus filantrópicas
miras, me animo a dirigir estas líneas, en las cuales ciertamente no hallará
usted las ideas luminosas que desea, mas sí las ingenuas expresiones de mis
pensamientos.
«Tres siglos ha —dice usted— que
empezaron las barbaridades que los españoles cometieron en el grande hemisferio
de Colón». Barbaridades que la presente edad ha rechazado como fabulosas,
porque parecen superiores a la perversidad humana; y jamás serían creídas por
los críticos modernos, si constantes y repetidos documentos no testificasen
estas infaustas verdades. El filantrópico obispo de Chiapas, el apóstol de la
América, Las Casas, ha dejado a la posteridad una breve relación de ellas,
extractada de las sumarias que siguieron en Sevilla a los conquistadores, con
el testimonio de cuantas personas respetables había entonces en el Nuevo Mundo,
y con los procesos mismos que los tiranos se hicieron entre sí: como consta por
los más sublimes historiadores de aquel tiempo. Todos los imparciales han hecho
justicia al celo, verdad y virtudes de aquel amigo de la humanidad, que con
tanto fervor y firmeza denunció ante su gobierno y contemporáneos los actos más
horrorosos de un frenesí sanguinario.
Con cuánta emoción de gratitud leo
el pasaje de la carta de usted en que me dice «que espera que los sucesos que
siguieron entonces a las armas españolas, acompañen ahora a las de sus
contrarios, los muy oprimidos americanos meridionales». Yo tomo esta esperanza
por una predicción, si la justicia decide las contiendas de los hombres. El
suceso coronará nuestros esfuerzos; porque el destino de América se ha fijado irrevocablemente:
el lazo que la unía a España está cortado: la opinión era toda su fuerza; por
ella se estrechaban mutuamente las partes de aquella in mensa monarquía; lo que
antes las enlazaba ya las divide; más grande es el odio que nos ha inspirado la
Península que el mar que nos separa de ella; menos difícil es unir los dos
continentes, que reconciliar los espíritus de ambos países. El hábito a la
obediencia; un comercio de intereses, de luces, de religión; una recíproca
benevolencia; una tierna solicitud por la cuna y la gloria de nuestros padres;
en fin, todo lo que formaba nuestra esperanza nos venía de España. De aquí
nacía un principio de adhesión que parecía eterno; no obstante que la
inconducta de nuestros dominadores relajaba esta simpatía; o, por mejor decir,
este apego forzado por el imperio de la dominación. Al presente sucede lo
contrario; la muerte, el deshonor, cuanto es nocivo, nos amenaza y tememos:
todo lo sufrimos de esa desnaturalizada madrastra. El velo se ha rasgado y
hemos visto la luz y se nos quiere volver a las tinieblas: se han roto las
cadenas; ya hemos sido libres, y nuestros enemigos pretenden de nuevo
esclavizarnos. Por lo tanto, América combate con despecho; y rara vez la
desesperación no ha arrastrado tras sí la victoria.
Porque los sucesos hayan sido
parciales y alternados, no debemos desconfiar de la fortuna. En unas partes
triunfan los in dependientes, mientras que los tiranos en lugares diferentes,
obtienen sus ventajas, y ¿cuál es el resultado final? ¿No está el Nuevo Mundo
entero, conmovido y armado para su defensa? Echemos una ojeada y observaremos
una lucha simultánea en la misma extensión de este hemisferio.
El belicoso estado de las provincias
del Río de la Plata ha purgado su territorio y conducido sus armas vencedoras
al Alto Perú, conmoviendo a Arequipa, e inquietado a los realistas de Lima.
Cerca de un millón de habitantes disfruta allí de su libertad.
El reino de Chile, poblado de
ochocientas mil almas, está lidian do contra sus enemigos que pretenden dominarlo;
pero en vano, porque los que antes pusieron un término a sus conquistas, los
indómitos y libres araucanos, son sus vecinos y compatriotas; y su ejemplo
sublime es suficiente para probarles, que el pueblo que ama su independencia,
por fin la logra.
El virreinato del Perú, cuya
población asciende a millón y medio de habitantes, es, sin duda, el más sumiso
y al que más sacrificios se le han arrancado para la causa del rey, y bien que
sean vanas las relaciones concernientes a aquella porción de América, es
indubitable que ni está tranquila, ni es capaz de oponerse al torrente que
amenaza a las más de sus provincias.
La Nueva Granada que es, por decirlo
así, el corazón de la América, obedece a un gobierno general, exceptuando el
reino de Quito que con la mayor dificultad contienen sus enemigos, por ser
fuertemente adicto a la causa de su patria; y las provincias de Panamá y Santa
Marta que sufren, no sin dolor, la tiranía de sus señores. Dos millones y medio
de habitantes están esparcidos en aquel territorio que actualmente defienden
contra el ejército español bajo el general Morillo, que es verosímil sucumba
delante de la inexpugnable plaza de Cartagena. Mas si la tomare será a costa de
grandes pérdidas, y desde luego carecerá de fuerzas bastantes para subyugar a
los morigeros y bravos moradores del interior.
En cuanto a la heroica y desdichada
Venezuela sus acontecimientos han sido tan rápidos y sus devastaciones tales,
que casi la han reducido a una absoluta indigencia a una soledad espantosa; no
obstante que era uno de los más bellos países de cuantos hacían el orgullo de
América. Sus tiranos gobiernan un desierto, y sólo oprimen a tristes restos
que, escapados de la muerte, alimentan una precaria existencia; algunas
mujeres, niños y ancianos son los que quedan. Los más de los hombres han
perecido por no ser esclavos, y los que viven, combaten con furor, en los
campos y en los pueblos internos hasta expirar o arrojar al mar a los que
insaciables de sangre y de crímenes, rivalizan con los primeros monstruos que
hicieron desaparecer de la América a su raza primitiva. Cerca de un millón de
habitantes se contaba en Venezuela y sin exageración se puede conjeturar que
una cuarta parte ha sido sacrificada por la tierra, la espada, el hambre, la
peste, las peregrinaciones; excepto el terremoto, todos resultados de la
guerra.
En Nueva España había en 1808, según
nos refiere el barón de Humboldt, siete millones ochocientas mil almas con
inclusión de Guatemala. Desde aquella época, la insurrección que ha agitado a
casi todas sus provincias, ha hecho disminuir sensiblemente aquel cómputo que
parece exacto; pues más de un millón de hombres han perecido, como lo podrá
usted ver en la exposición de Mr. Walton que describe con fidelidad los
sanguinarios crímenes cometidos en aquel opulento imperio. Allí la lucha se
mantiene a fuerza de sacrificios humanos y de todas especies, pues nada ahorran
los españoles con tal que logren someter a los que han tenido la desgracia de
nacer en este suelo, que parece destinado a empaparse con la sangre de sus
hijos. A pesar de todo, los mejicanos serán libres, porque han abrazado el
partido de la patria, con la resolución de vengar a sus pasados, o seguirlos al
sepulcro. Ya ellos dicen con Reynal: llegó el tiempo en fin, de pagar a los
españoles suplicios con suplicios y de ahogar a esa raza de exterminadores en
su sangre o en el mar.
Las islas de Puerto Rico y Cuba, que
entre ambas pueden formar una población de setecientas a ochocientas mil almas,
son las que más tranquilamente poseen los españoles, porque están fuera del
contacto de los independientes. Más ¿no son americanos estos insulares? ¿No son
vejados? ¿No desearán su bienestar?
Este cuadro representa una escala
militar de dos mil leguas de longitud y novecientas de latitud en su mayor
extensión en que dieciséis millones de americanos defienden sus derechos, o
están comprimidos por la nación española que aunque fue en algún tiempo el más
vasto imperio del mundo, sus restos son ahora impotentes para dominar el nuevo
hemisferio y hasta para mantenerse en el antiguo. ¿Y~~ y amante de la libertad
permite que una vieja serpiente por sólo satisfacer su saña envenenada, devore tal
más bella parte de nuestro globo? ¡Qué! ¿Está Europa sorda al clamor de su
propio interés? ¿No tiene ya ojos para ver la justicia? ¿Tanto se ha endurecido
para ser de este modo insensible? Estas cuestiones cuanto más las medito, más
me confunden; llego a pensar que se aspira a que desaparezca la América, pero
es imposible porque toda Europa no es España. ¡Qué demencia la de nuestra
enemiga, pretender reconquistar América, sin marina, sin tesoros y casi sin
soldados! Pues los que tiene, apenas son bastantes para retener a su propio
pueblo en una violenta obediencia, y defenderse de sus vecinos. Por otra parte,
¿podrá esta nación hacer el comercio exclusivo de la mitad del mundo sin
manufacturas. Sin producciones territoriales, sin artes, sin ciencias, sin
política? Lograda que fuese está loca empresa, y suponiendo más, aun lograda la
pacificación, los hijos de los actuales americanos únicos con los de los
europeos reconquistadores, ¿no volverían a formar dentro de veinte años los
mismos patrióticos designios que ahora se están combatiendo?
Europa haría un bien a España en
disuadirla de su obstinada temeridad, porque a lo menos le ahorrará los gastos
que expende, y la sangre que derrama; a fin de que fijando su atención en sus
propios recintos, fundase su prosperidad y poder sobre bases más sólidas que
las de inciertas conquistas, un comercio precario y exacciones violentas en
pueblos remotos, enemigos y poderosos. Europa misma por miras de sana política
debería haber preparado y ejecutado el proyecto de la independencia americana,
no sólo porque el equilibrio del mundo así lo exige, sino porque éste es el
medio legítimo y seguro de adquirirse establecimientos ultramarinos de
comercio. Europa que no se halla agitada por las violentas pasiones de la
venganza, ambición y codicia, como España, parece que estaba autorizada por
todas las leyes de la equidad a ilustrarla sobre sus bien entendidos intereses.
Cuantos escritores han tratado la
materia se acordaban en esta parte. En consecuencia, nosotros esperábamos con
razón que todas las naciones cultas se apresurarían a auxiliarnos, para que
adquiriésemos un bien cuyas ventajas son recíprocas a entrambos hemisferios.
Sin embargo, ¡cuán frustradas esperanzas! No sólo los europeos. Pero hasta nuestras
hermanas del Norte se han mantenido inmóviles espectadores de esta contienda,
que por su esencia es la más justa, y por sus resultados la más bella e
importante de cuantas se han suscitado en los siglos antiguos y modernos,
¿porque hasta dónde se puede calcular la trascendencia de la libertad en el
hemisferio de Colón?
«La felonía con que Bonaparte —dice
usted— prendió a Carlos IV y a Fernando VII, reyes de esta nación, que tres
siglos la aprisionó con traición a dos monarcas de la América meridional, es un
acto manifiesto de retribución divina y, al mismo tiempo, una prueba de que
Dios sostiene la justa causa de los americanos, y les concederá su
independencia».
Parece que usted quiere aludir al
monarca de Méjico Moctezuma, preso por Cortés y muerto, según Herrera, por el
mismo, aunque Solís dice que por el pueblo, y a Atahualpa, inca del Perú,
destruido por Francisco Pizarro y Diego Almagro. Existe tal diferencia entre la
suerte de los reyes españoles y los reyes americanos, que no admiten
comparación; los primeros son tratados con dignidad, conservados, y al fin
recobran su libertad y trono; mientras que los últimos sufren tormentos inauditos
y los vilipendios más vergonzosos. Si a Guatimozín sucesor de Moctezuma, se le
trata como emperador, y le ponen la corona, fue por irrisión y no por respeto,
para que experimentase este escarnio antes que las torturas. Iguales a la
suerte de este monarca fueron las del rey de Michoacán, Catzontzin; el Zipa de
Bogotá, y cuantos Toquis, Imas, Zipas, Ulmenes, Caciques y demás dignidades
indianas sucumbieron al poder español. El suceso de Fernando VII es más
semejante al que tuvo lugar en Chile en 1535 con el Ulmén de Copiapó, entonces
reinante en aquella comarca. El español Almagro pretextó, como Bonaparte, tomar
partido por la causa del legítimo soberano y, en consecuencia, llama al
usurpador, como Fernando lo era en España; aparenta restituir al legítimo a sus
estados y termina por encadenar X echar a las llamas al infeliz Ulmén, sin
querer ni aún oír su defensa. Este es el ejemplo de Fernando VII con su
usurpador; los reyes europeos sólo padecen destierros, el Ulmén de Chile
termina su vida de un modo atroz.
«Después de algunos meses —añade
usted— he hecho muchas reflexiones sobre la situación de los americanos y sus
esperanzas futuras; tomo grande interés en sus sucesos; pero me faltan muchos
informes relativos a su estado actual y a lo que ellos aspiran; deseo
infinitamente saber la política de cada provincia como también su población; si
desean repúblicas o monarquías, si formarán una gran república o una gran
monarquía. Toda noticia de esta especie que usted pueda darme o indicarme las
fuentes a que debo ocurrir, la estimaré como un favor muy particular».
Siempre las almas generosas se
interesan en la suerte de un pueblo que se esmera por recobrar los derechos con
que el Creador y la naturaleza le han dotado; y es necesario estar bien
fascinado por el error o por las pasiones para no abrigar esta noble sensación;
usted ha pensado en mi país, y se interesa por él, este acto de benevolencia me
inspira el más vivo reconocimiento.
He dicho la población que se calcula
por datos más o menos exactos, que mil circunstancias hacen fallidos, sin que
sea fácil remediar esta inexactitud, porque los más de los moradores tienen
habitaciones campestres, y muchas veces errantes; siendo labradores, pastores,
nómadas, perdidos en medio de espesos e inmensos bosques, llanuras solitarias,
y aislados entre lagos y ríos caudalosos. ¿Quién será capaz de formar una
estadística completa de semejantes comarcas? Además, los tributos que pagan los
indígenas; las penalidades de los esclavos; las primicias, diezmos y derechos que
pesan sobre los labradores, y otros accidentes alejan de sus hogares a los
pobres americanos. Esto sin hacer mención de la guerra de exterminio que ya ha
segado cerca de un octavo de la población, y ha ahuyentado una gran parte; pues
entonces las dificultades son insuperables y el empadronamiento vendrá a
reducirse a la mitad del verdadero censo.
Todavía es más difícil presentir la
suerte futura del Nuevo Mundo, establecer principios sobre su política, y casi
profetizar la naturaleza del gobierno que llegará a adoptar. Toda idea relativa
al porvenir de este país me parece aventurada. ¿Se puede prever cuando el
género humano se hallaba en su infancia rodeado de tanta incertidumbre,
ignorancia y error, cuál sería el régimen que abrazaría para su conservación?
¿Quién se habría atrevido a decir tal nación será república o monarquía, ésta
será pequeña, aquélla grande? En mi concepto, esta es la imagen de nuestra
situación. Nosotros somos un pequeño género humano; poseemos un mundo aparte,
cercado por dilatados mares; nuevos en casi todas las artes y ciencias, aunque
en cierto modo viejos en los usos de la sociedad civil. Yo considero el estado
actual de América, como cuando desplomado el imperio romano cada desmembración
formó un sistema político, conforme a sus intereses y situación, o siguiendo la
ambición particular de algunos jefes, familias o corporaciones, con esta
notable diferencia, que aquellos miembros dispersos volvían a restablecer sus
antiguas naciones con las alteraciones que exigían las cosas o los sucesos; mas
nosotros, que apenas conservamos vestigios de lo que en otro tiempo fue, y que
por otra parte no somos indios, ni europeos, sino una especie mezcla entre los
legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles; en suma, siendo
nosotros americanos por nacimiento, y nuestros derechos los de Europa, tenemos
que disputar a éstos a los del país, y que mantenernos en él contra la invasión
de los invasores; así nos hallemos en el caso más extraordinario y complicado.
No obstante que es una especie de adivinación indicar cuál será el resultado de
la línea de política que América siga, me atrevo aventurar algunas conjeturas
que, desde luego, caracterizo de arbitrarias, dictadas por un deseo racional, y
no por un raciocinio probable.
La posición de los moradores del
hemisferio americano, ha sido por siglos puramente pasiva; su existencia
política era nula. Nosotros estábamos en un grado todavía más abajo de la
servidumbre y, por lo mismo, con más dificultad para elevarnos al goce de la
libertad. Permítame usted estas consideraciones para elevar la cuestión. Los
Estados son esclavos por la naturaleza de su constitución o por el abuso de
ella; luego un pueblo es esclavo, cuando el gobierno por su esencia o por sus
vicios, holla y usurpa los derechos del ciudadano o súbdito. Aplicando estos
principios, hallaremos que América no solamente estaba privada de su libertad,
sino también de la tiranía activa y dominante. Me explicaré. En las
administraciones absolutas no se reconocen límites en el ejercicio de las
facultades gubernativas: la voluntad del gran sultán, Kan, Bey y demás
soberanos despóticos, es la ley suprema, y ésta, es casi arbitrariamente
ejecutada por los bajáes, kanes y sátrapas subalternos de Turquía y Persia, que
tienen organizada una opresión de que participan los súbditos en razón de la
autoridad que se les confía. A ellos está encargada la administración civil,
militar, política, de rentas, y la religión. Pero al fin son persas los jefes
de Ispahán, son turcos los visires del gran señor, son tártaros los sultanes de
la Tartaria. China no envía a buscar mandarines, militares y letrados al país
de Gengis Kan que la conquistó, a pesar de que los actuales chinos son
descendientes directos de los subyugados por los ascendientes de los presentes
tártaros.
¡Cuán diferente entre nosotros! Se
nos vejaba con una conducta que, además de privarnos de los derechos que nos
correspondían, nos dejaba en una especie de infancia permanente, con respecto a
las transacciones públicas. Si hubiésemos siquiera manejado nuestros asuntos
domésticos en nuestra administración interior, conoceríamos el curso de los
negocios públicos y su mecanismo, moraríamos también de la consideración
personal que impone a los ojos del pueblo cierto respeto maquinal que es tan necesario
conservar en las revoluciones. He aquí por qué he dicho que estábamos privados
hasta de la tiranía activa, pues que no nos está permitido ejercer sus
funciones.
Los americanos en el sistema español
que está en vigor, y quizá con mayor fuerza que nunca, no ocupan otro lugar en
la sociedad que el de siervos propios para el trabajo y, cuando más, el de
simples consumidores; y aun esta parte coartada con restricciones chocantes;
tales son las prohibiciones del cultivo de frutos de Europa, el estanco de las
producciones que el rey monopoliza, el impedimento de las fábricas que la misma
Península no posee, los privilegios exclusivos del comercio hasta de los
objetos de primera necesidad; las trabas entre provincias y provincias
americanas para que no se traten, entiendan, ni negocien; en fin, ¿quiere usted
saber cuál era nuestro destino? Los campos para cultivar el añil, la grana, el
café, la caña, el cacao y el algodón; las llanuras solitarias para criar
ganados, los desiertos para cazar las bestias feroces, las entrañas de la
tierra para excavar el oro que no puede saciar a esa nación avarienta.
Tan negativo era nuestro estado que
no encuentro semejante en ninguna otra asociación civilizada, por más que
recorro la serie de las edades y la política de todas las naciones. Pretender
que un país tan felizmente constituido, extenso, rico y populoso sea meramente
pasivo, ¿no es un ultraje y una violación de los derechos de la humanidad?
Estábamos, como acabo de exponer,
abstraídos y, digámoslo así, ausentes del universo en cuanto es relativo a la
ciencia del gobierno y administración del Estado. Jamás éramos virreyes ni
gobernadores sino por causas muy extraordinarias; arzobispos y obispos pocas
veces; diplomáticos nunca; militares sólo en calidad de subalternos; nobles,
sin privilegios reales; no éramos, en fin, ni magistrados ni financistas, y
casi ni aun comerciantes; todo en contravención directa de nuestras
instituciones.
El emperador Carlos V formó un pacto
con los descubridores, conquistadores y pobladores de América que, como dice
Guerra, es nuestro contrato social. Los reyes de España convinieron
solemnemente con ellos que lo ejecutasen por su cuenta y riesgo, prohibiéndoles
hacerlo a costa de la real hacienda, y por esta razón se les concedía que fuesen
señores de la tierra, que organizasen la administración y ejerciesen la
judicatura en apelación; con otras muchas exenciones y privilegios que sería
prolijo detallar. El rey se comprometió a no enajenar jamás las provincias
americanas, como que a él no tocaba otra jurisdicción que la del alto dominio,
siendo una especie de propiedad feudal la que allí tenían los conquistadores
para sí y sus descendientes. Al mismo tiempo existen leyes expresas que
favorecen casi exclusivamente a los naturales del país, originarios de España,
en cuanto a los empleos civiles, eclesiásticos y de rentas. Por manera que con
una violación manifiesta de las leyes y de los pactos subsistentes, se han
visto despojar aquellos naturales de la autoridad constitucional que les daba
su código.
De cuanto he referido, será fácil
colegir que América no estaba preparada, para desprenderse de la metrópoli,
como súbitamente sucedió por el efecto de las ilegítimas cesiones de Bayona, y
por la inicua guerra que la regencia nos declaró sin derecho alguno para ello
no sólo por la falta de justicia, sino también de legitimidad. Sobre la
naturaleza de los gobiernos españoles, sus decretos conminatorios y hostiles, y
el curso entero de su desesperada conducta, hay escritos del mayor mérito en el
periódico El Español, cuyo autor es el señor Blanco; y estando allí esta parte
de nuestra historia muy bien tratada, me limito a indicarlo.
Los americanos han subido de repente
y sin los conocimientos previos y, lo que es más sensible, sin la práctica de
los negocios públicos a representar en la escena del mundo las eminentes
dignidades de legisladores, magistrados, administradores del erario,
diplomáticos, generales, y cuantas autoridades supremas y subalternas forman la
jerarquía de un Estado organizado con regularidad.
Cuando las águilas francesas sólo
respetaron los muros de la ciudad de Cádiz, y con su vuelo arrollaron a los
frágiles gobiernos de la Península, entonces quedamos en la orfandad. Ya antes
habíamos sido entregados a la merced de un usurpador extranjero. Después,
lisonjeados con la justicia que se nos debía, con esperanzas halagüeñas siempre
burladas; por último, incierto sobre nuestro destino futuro, y amenazados por
la anarquía, a causa de la falta de un gobierno legítimo, justo y liberal, nos
precipitamos en el caos de la revolución. En el primer momento sólo se cuidó de
proveer a la seguridad interior, contra los enemigos que encerraba nuestro
seno. Luego se extendió a la seguridad exterior; se establecieron autoridades
que sustituimos a las que acabábamos de deponer encargadas de dirigir el curso
de nuestra revolución y de aprovechar la coyuntura feliz en que nos fuese
posible fundar un gobierno constitucional digno del presente siglo y adecuado a
nuestra situación.
Todos los nuevos gobiernos marcaron
sus primeros pasos con el establecimiento de juntas populares. Estas formaron
en seguida reglamentos para la convocación de congresos que produjeron
alteraciones importantes. Venezuela erigió un gobierno democrático y federal,
declarando previamente los derechos del hombre, manteniendo el equilibrio de
los poderes y estatuyendo leyes generales en favor de la libertad civil, de
imprenta y otras; finalmente, se constituyó un gobierno independiente. La Nueva
Granada siguió con uniformidad los establecimientos políticos y cuantas
reformas hizo Venezuela, poniendo por base fundamental de su Constitución el
sistema federal más exagerado que jamás existió; recientemente se ha mejorado
con respecto al poder ejecutivo general, que ha obtenido cuantas atribuciones
le corresponden. Según entiendo, Buenos Aires y Chile han seguido esta misma
línea de operaciones; pero como nos hallamos a tanta distancia, los documentos
son tan raros, y las noticias tan inexactas, no me animaré ni aun a bosquejar
el cuadro de sus transacciones.
Los sucesos de México han sido
demasiado varios, complicados, rápidos y desgraciados para que se puedan seguir
en el curso de la revolución. Carecemos, además, de documentos bastante
instructivos, que nos hagan capaces de juzgarlos. Los independientes de México,
por lo que sabemos, dieron principio a su insurrección en septiembre de 1810, y
un año después, ya tenían centralizado su gobierno en Zitácuaro, instalado allí
una junta nacional bajo los auspicios de Fernando VII, en cuyo nombre se
ejercían las funciones gubernativas. Por los acontecimientos de la guerra, esta
junta se trasladó a diferentes lugares, y es verosímil que se haya conservado
hasta estos últimos momentos, con las modificaciones que los sucesos hayan
exigido. Se dice que ha creado un generalísimo o dictador que lo es el ilustre
general Morelos; otros hablan del célebre general Rayón; lo cierto es que uno
de estos dos grandes hombres o ambos separadamente ejercen la autoridad suprema
en aquel país; y recientemente ha aparecido una constitución para el régimen
del Estado. En marzo de 1812 el gobierno residente en Zultepec, presentó un
plan de paz y guerra al virrey de México concebido con la más profunda
sabiduría. En él se reclamó el derecho de gentes estableciendo principios de
una exactitud incontestable. Propuso la junta que la guerra se hiciese como
entre hermanos y conciudadanos; pues que no debía ser más cruel que entre
naciones extranjeras; que los derechos de gentes y de guerra, inviolables para
los mismos infieles y bárbaros, debían serlo más para cristianos, sujetos a un
soberano y a unas mismas leyes; que los prisioneros no fuesen tratados como
reos de lesa majestad, ni se degollasen los que rendían las armas, sino que se
mantuviesen en rehenes para canjearlos; que no se entrase a sangre y fuego en
las poblaciones pacíficas, no las diezmasen ni quitasen para sacrificarlas y,
concluye, que en caso de no admitirse este plan, se observarían rigurosamente
las represalias. Esta negociación se trató con el más alto desprecio; no se dio
respuesta a la junta nacional; las comunicaciones originales se quemaron
públicamente en la plaza de México, por mano del verdugo; y la guerra de
exterminio continuó por parte de los españoles con su furor acostumbrado,
mientras que los mexicanos y las otras naciones americanas no la hacían, ni aun
a muerte con los prisioneros de guerra que fuesen españoles. Aquí se observa
que por causas de conveniencia se conservó la apariencia de sumisión al rey y
aun a la constitución de la monarquía. Parece que la junta nacional es absoluta
en el ejercicio de las funciones legislativa, ejecutiva y judicial, y el número
de sus miembros muy limitado.
Los acontecimientos de la tierra
firme nos han probado que las instituciones perfectamente representativas no
son adecuadas a nuestro carácter, costumbres y luces actuales. En Caracas el
espíritu de partido tomó su origen en las sociedades, asambleas y elecciones
populares; y estos partidos nos tornaron a la esclavitud. Y así como Venezuela
ha sido la república americana que más se ha adelantado en sus instituciones
políticas, también ha sido el más claro ejemplo de la ineficacia de la forma
demócrata y federal para nuestros nacientes Estados. En Nueva Granada las
excesivas facultades de los gobiernos provinciales y la falta de centralización
en el general han conducido aquel precioso país al estado a que se ve reducido
en el día. Por esta razón sus débiles enemigos se han conservado contra todas
las probabilidades. En tanto que nuestros compatriotas no adquieran los
talentos y las virtudes políticas que distinguen a nuestros hermanos del Norte,
los sistemas enteramente populares, lejos de sernos favorables, temo mucho que
vengan a ser nuestra ruina. Desgraciadamente, estas cualidades parecen estar
muy distantes de nosotros en el grado que se requiere; y por el contrario,
estamos dominados de los vicios que se contraen bajo la dirección de una nación
como la española que sólo ha sobresal ido en fiereza, ambición, venganza y
codicia.
Es más difícil, dice Montesquieu,
sacar un pueblo de la servidumbre, que subyugar uno libre. Esta verdad está
comprobada por los anales de todos los tiempos, que nos muestran las más de las
naciones libres, sometidas al yugo, y muy pocas de las esclavas recobrar su
libertad. A pesar de este convencimiento, los meridionales de este continente
han manifestado el conato de conseguir instituciones liberales, y aun
perfectas; sin duda, por efecto del instinto que tienen todos los hombres de
aspirar a su mejor felicidad posible; la que se alcanza infaliblemente en las
sociedades civiles, cuando ellas están fundadas sobre las bases de la justicia,
de la libertad y de la igualdad. Pero ¿seremos nosotros capaces de mantener en
su verdadero equilibrio la difícil carga de una República? ¿Se puede concebir
que un pueblo recientemente desencadenado, se lance a la esfera de la libertad,
sin que, como a Ícaro, se le deshagan las alas, y recaiga en el abismo? Tal
prodigio es inconcebible, nunca visto. Por consiguiente, no hay un raciocinio
verosímil, que nos halague con esta esperanza.
Yo deseo más que otro alguno ver
formar en América la más grande nación del mundo, menos por su extensión y
riquezas que por su libertad y gloria. Aunque aspiro a la perfección del
gobierno de mi patria, no puedo persuadirme que el Nuevo Mundo sea por el
momento regido por una gran república; como es imposible, no me atrevo a
desearlo; y menos deseo aún una monarquía universal de América, porque este
proyecto sin ser útil, es también imposible. Los abusos que actualmente existen
no se reformarían, y nuestra regeneración sería infructuosa. Los Estados
americanos han menester de los cuidados de gobiernos paternales que curen las
llagas y las heridas del despotismo y la guerra. La metrópoli, por ejemplo,
sería México, que es la única que puede serlo por su poder intrínseco, sin el
cual no hay metrópoli. Supongamos que fuese el istmo de Panamá punto céntrico
para todos los extremos de este vasto continente, ¿no continuarían éstos en la
languidez, y aún en el desorden actual? Para que un solo gobierno dé vida,
anime, ponga en acción todos los resortes de la prosperidad pública, corrija,
ilustre y perfeccione al Nuevo Mundo sería necesario que tuviese las facultades
de un Dios y, cuando menos, las luces y virtudes de todos los hombres.
El espíritu de partido que al
presente agita a nuestros Estados, se encendería entonces con mayor encono,
hallándose ausente la fuente del poder, que únicamente puede reprimirlo.
Además, los magnates de las capitales no sufrirían la preponderancia de los
metropolitanos, a quienes considerarían como a otros tantos tiranos; sus celos
llegarían hasta el punto de comparar a éstos con los odiosos españoles. En fin,
una monarquía semejante sería un coloso deforme, que su propio peso desplomaría
a la menor convulsión.
Mr. de Pradt ha dividido sabiamente
a la América en quince o diecisiete Estados independientes entre sí, gobernados
por otros tantos monarcas. Estoy de acuerdo en cuanto a lo primero, pues la
América comporta la creación de diecisiete naciones; en cuanto a lo segundo,
aunque es más fácil conseguirla, es menos útil; y así no soy de la opinión de
las monarquías americanas. He aquí mis razones. El interés bien entendido de
una república se circunscribe en la esfera de su conservación, prosperidad y gloria.
No ejerciendo la libertad imperio, porque es precisamente su opuesto, ningún
estímulo excita a los republicanos a extender los términos de su nación, en
detrimiento de sus propios medios, con el único objeto de hacer participar a
sus vecinos de una Constitución liberal. Ningún derecho adquieren, ninguna
ventaja sacan venciéndolos, a menos que los reduzcan a colonias, conquistas o
aliados, siguiendo el ejemplo de Roma. Máximas y ejemplos tales están en
oposición directa con los principios de justicia de los sistemas republicanos,
y aún diré más, en oposición manifiesta con los intereses de sus ciudadanos;
porque un Estado demasiado extenso en sí mismo o por sus dependencias, al cabo
viene en decadencia, y convierte su forma libre en otra tiránica; relaja los
principios que deben conservarla, y ocurre por último al despotismo. El
distintivo de las pequeñas repúblicas es la permanencia; el de las grandes es
vario, pero siempre se inclina al imperio. Casi todas las primeras han tenido
una larga duración; de las segundas sólo Roma se mantuvo algunos siglos, pero
fue porque era república la capital y no lo era el resto de sus dominios que se
gobernaban por leyes e instituciones diferentes.
Muy contraria es la política de un
rey, cuya inclinación constan te se dirige al aumento de sus posesiones,
riquezas y facultades; con razón, porque su autoridad crece con estas
adquisiciones, tanto con respecto a sus vecinos, como a sus propios vasallos
que temen en él un poder tan formidable cuanto es su imperio que se conserva
por medio de la guerra y de las conquistas. Por estas razones pienso que los
americanos ansiosos de paz, ciencias, artes, comercio y agricultura,
preferirían las repúblicas a los reinos, y me parece que estos deseos se
conforman con las miras de Europa.
No convengo en el sistema federal
entre los populares y representativos, por ser demasiado perfecto y exigir
virtudes y talentos políticos muy superiores a los nuestros; por igual razón rehusó
la monarquía mixta de aristocracia y democracia que tanta fortuna y esplendor
ha procurado a Inglaterra. No siéndonos posible lograr entre las repúblicas y
monarquías lo más perfecto y acabado, evitemos caer en anarquías demagógicas, o
en tiranías monócratas. Busquemos un medio entre extremos opuestos que nos conducirán
a los mismos escollos, a la infelicidad y al deshonor. Voy a arriesgar el
resultado de mis cavilaciones sobre la suerte futura de América; no la mejor,
sino la que sea más asequible.
Por la naturaleza de las
localidades, riquezas, población y carácter de los mexicanos, imagino que
intentarán al principio establecer una república representativa, en la cual
tenga grandes atribuciones el poder Ejecutivo, concentrándolo en un individuo
que, si desempeña sus funciones con acierto y justicia, casi naturalmente
vendrá a conservar una autoridad vitalicia. Si su incapacidad o violenta
administración excita una conmoción popular que triunfe, ese mismo poder
ejecutivo quizás se difundirá en una asamblea. Si el partido preponderante es
militar o aristocrático, exigirá probablemente una monarquía que al principio
será limitada y constitucional, y después inevitablemente declinará en
absoluta; pues debemos convenir en que nada hay más difícil en el orden
político que la conservación de una monarquía mixta; y también es preciso
convenir en que sólo un pueblo tan patriota como el inglés es capaz de contener
la autoridad de un rey, y de sostener el espíritu de libertad bajo un cetro y
una corona.
Los Estados del istmo de Panamá
hasta Guatemala formarán quizás una asociación. Esta magnífica posición entre
los dos grandes mares, podrá ser con el tiempo el emporio del universo. Sus
canales acortarán las distancias del mundo: estrecharán los lazos comerciales
de Europa, América y Asia; traerán a tan feliz región los tributos de las
cuatro partes del globo. ¡Acaso sólo allí podrá fijarse algún día la capital de
la tierra! Como pretendió Constantino que fuese Bizancio la del antiguo
hemisferio.
Nueva Granada se unirá con
Venezuela, si llegan a convenirse en formar una república central, cuya capital
sea Maracaibo o una nueva ciudad que con el nombre de Las Casas (en honor de
este héroe de la filantropía), se funde entre los confines de ambos países, en
el soberbio puerto de Bahía Honda. Esta posición aunque desconocida, es más
ventajosa por todos respectos. Su acceso es fácil y su situación tan fuerte,
que puede hacerse inexpugnable. Posee un clima puro y saludable, un territorio
tan propio para la agricultura como para la cría de ganados, y una gran de
abundancia de maderas de construcción. Los salvajes que la habitan serían
civilizados, y nuestras posesiones se aumentarían con la adquisición de la
Guajira. Esta nación se llamaría Colombia como tributo de justicia y gratitud
al creador de nuestro hemisferio. Su gobierno podrá imitar al inglés; con la
diferencia de que en lugar de un rey habrá un poder ejecutivo, electivo, cuando
más vitalicio, y jamás hereditario si se quiere república, una cámara o senado
legislativo hereditario, que en las tempestades políticas se interponga entre
las olas populares y los rayos del gobierno, y un cuerpo legislativo de libre
elección, sin otras restricciones que las de la Cámara Baja de Inglaterra. Esta
constitución participaría de todas las formas y yo deseo que no participe de
todos los vicios. Como esta es mi patria, tengo un derecho incontestable para
desearla lo que en mi opinión es mejor. Es muy posible que la Nueva Granada no
convenga en el reconocimiento de un gobierno central, porque es en extremo
adicta a la federación; y entonces formará por sí sola un Estado que, si
subsiste, podrá ser muy dichoso por sus grandes recursos de todos géneros.
Poco sabemos de las opiniones que
prevalecen en Buenos Aires, Chile y el Perú; juzgando por lo que se trasluce y
por las apariencias, en Buenos Aires habrá un gobierno central en que los
militares se lleven la primacía por consecuencia de sus divisiones intestinas y
guerras externas. Esta constitución degenerará necesariamente en una
oligarquía, o una monocracia, con más o menos restricciones, y cuya
denominación nadie puede adivinar. Sería doloroso que tal caso sucediese,
porque aquellos habitantes son acreedores a la más espléndida gloria.
El reino de Chile está llamado por
la naturaleza de su situación, por las costumbres inocentes y virtuosas de sus
moradores, por el ejemplo de sus vecinos, los fieros republicanos del Arauco, a
gozar de las bendiciones que derraman las justas y dulces leyes de una
república. Si alguna permanece largo tiempo en América, me inclino a pensar que
será la chilena. Jamás se ha extinguido allí el espíritu de libertad; los
vicios de Europa y Asia llegarán tarde o nunca a corromper las costumbres de
aquel extremo del universo. Su territorio es limitado; estará siempre fuera del
contacto inficionado del resto de los hombres; no alterará sus leyes, usos y
prácticas; preservará su uniformidad en opiniones políticas y religiosas; en
una palabra, Chile puede ser libre.
El Perú, por el contrario, encierra
dos elementos enemigos de todo régimen justo y liberal; oro y esclavos. El
primero lo corrompe todo; el segundo está corrompido por sí mismo. El alma de
un siervo rara vez alcanza a apreciar la sana libertad; se enfurece en los
tumultos, o se humilla en las cadenas. Aunque estas reglas serían aplicables a
toda la América, creo que con más justicia las merece Lima por los conceptos
que he expuesto, y por la cooperación que ha prestado a sus señores contra sus
propios hermanos los ilustres hijos de Quito, Chile y Buenos Aires. Es
constante que el que aspira a obtener la libertad, a lo menos lo intenta.
Supongo que en Lima no tolerarán los ricos la democracia, ni los esclavos y
pardos libertos la aristocracia; los primeros preferirán la tiranía de uno
solo, por no padecer las persecuciones tumultuarias, y por establecer un orden
siquiera pacífico. Mucho hará si concibe recobrar su independencia.
De todo lo expuesto, podemos deducir
estas consecuencias: las provincias americanas se hallan lidiando por
emanciparse, al fin obtendrán el suceso; algunas se constituirán de un modo
regular en repúblicas federales y centrales; se fundarán monarquías casi
inevitablemente en las grandes secciones, y algunas serán tan infelices que
devorarán sus elementos, ya en la actual, ya en las futuras revoluciones, que
una gran monarquía no será fácil consolidar; una gran república imposible.
Es una idea grandiosa pretender
formar de todo el mundo nuevo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus
partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas
costumbres y una religión debería, por consiguiente, tener un solo gobierno que
confederase los diferentes Estados que hayan de formarse; mas no es posible
porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres
desemejantes dividen a la América. ¡Qué bello sería que el istmo de Panamá
fuese para nosotros lo que el de Corinto para los griegos! Ojalá que algún día
tengamos la fortuna de instalar allí un augusto Congreso de los representantes
de las repúblicas, reinos e imperios a tratar y discutir sobre los altos intereses
de la paz y de la guerra, con las naciones de las otras tres partes del mundo.
Esta especie de corporación podrá tener lugar en alguna época dichosa de
nuestra regeneración, otra esperanza es infundada, semejante a la del abate St.
Pierre que concibió el laudable delirio de reunir un Congreso europeo, para
decidir de la suerte de los intereses de aquellas naciones.
«Mutuaciones importantes y felices,
continuas pueden ser frecuentemente producidas por efectos individuales». Los
americanos meridionales tienen una tradición que dice: que cuando Quetzalcoatl,
el Hermes, o Buda de la América del Sur resignó su administración y los
abandonó, les prometió que volvería después que los siglos designados hubiesen
pasado, y que él restablecería su gobierno, y renovaría su felicidad. ¿Esta
tradición, no opera y excita una convicción de que muy pronto debe volver?
¡Concibe usted cuál será el efecto que producirá, si un individuo apareciendo
entre ellos demostrase los caracteres de Quetzalcoatl, el Buda de bosque, o
Mercurio, del cual han hablado tanto las otras naciones? ¿No cree usted que
esto inclinaría todas las partes? ¿No es la unión todo lo que se necesita para
ponerlos en estado de expulsar a los españoles, sus tropas, y los partidarios
de la corrompida España, para hacerlos capaces de establecer un imperio
poderoso, con un gobierno libre y leyes benévolas?
Pienso como usted que causas
individuales pueden producir resultados generales, sobre todo en las
revoluciones. Pero no es el héroe, gran profeta, o dios del Anáhuac,
Quetzalcoatl, el que es capaz de operar los prodigiosos beneficios que usted
propone. Este personaje es apenas conocido del pueblo mexicano y no
ventajosamente; porque tal es la suerte de los vencidos aunque sean dioses.
Sólo los historiadores y literatos se han ocupado cuidadosamente en investigar
su origen, verdadera o falsa misión, sus profecías y el término de su carrera.
Se disputa si fue un apóstol de Cristo o bien pagano. Unos suponen que su
nombre quiere decir Santo Tomás; otros que Culebra Emplumajada; y otros dicen
que es el famoso profeta de Yucatán, Chilan-Cambal. En una palabra, los más de
los autores mexicanos, polémicos e historiadores profanos, han tratado con más
o menos extensión la cuestión sobre el verdadero carácter de Quetzalcoatl. El
hecho es, según dice Acosta, que él establece una religión, cuyos ritos, dogmas
y misterios tenían una admirable afinidad con la de Jesús, y que quizás es la
más semejante a ella. No obstante esto, muchos escritores católicos han
procurado alejar la idea de que este profeta fuese verdadero, sin querer
reconocer en él a un Santo Tomás como lo afirman otros célebres autores. La
opinión general es que Quetzalcoatl es un legislador divino entre los pueblos
paganos de Anáhuac, del cual era lugarteniente el gran Moctezuma, derivando de
él su autoridad. De aquí que se infiere que nuestros mexicanos no seguirían al
gentil Quetzalcoatl, aunque apareciese bajo las formas más idénticas y
favorables, pues que profesan una religión la más intolerante y exclusiva de
las otras.
Felizmente los directores de la
independencia de México se han aprovechado del fanatismo con el mejor acierto
proclamando a la famosa Virgen de Guadalupe por reina de los patriotas,
invocándola en todos los casos arduos y llevándola en sus banderas. Con esto,
el entusiasmo político ha formado una mezcla con la religión que ha producido
un fervor vehemente por la sagrada causa de la libertad. La veneración de esta
imagen en México es superior a la más exaltada que pudiera inspirar el más diestro
profeta.
Seguramente la unión es la que nos
falta para completar la obra de nuestra regeneración. Sin embargo, nuestra
división no es extraña, porque tal es el distintivo de las guerras civiles
formadas generalmente entre dos partidos: conservadores y reformadores. Los
primeros son, por lo común, más numerosos, porque el imperio de la costumbre
produce el efecto de la obediencia a las potestades establecidas; los últimos
son siempre menos numerosos aunque más vehementes e ilustrados. De este modo la
masa física se equilibra con la fuerza moral, y la contienda se prolonga,
siendo sus resultados muy inciertos. Por fortuna entre nosotros, la masa ha
seguido a la inteligencia.
Yo diré a usted lo que puede
ponernos en aptitud de expulsar a los españoles, y de fundar un gobierno libre.
Es la unión, ciertamente; mas esta unión no nos vendrá por prodigios divinos,
sino por efectos sensibles y esfuerzos bien dirigidos. América está encontrada
entre sí, porque se halla abandonada de todas las naciones, aislada en medio
del universo, sin relaciones diplomáticas ni auxilios militares y combatida por
España que posee más elementos para la guerra, que cuantos furtivamente podemos
adquirir.
Cuando los sucesos no están
asegurados, cuando el Estado es débil, y cuando las empresas son remotas, todos
los hombres vacilan; las opiniones se dividen, las pasiones las agitan y los
enemigos las animan para triunfar por este fácil medio. Luego que seamos
fuertes, bajo los auspicios de una nación liberal que nos preste su protección,
se nos verá de acuerdo cultivar las virtudes y los talentos que conducen a la
gloria; entonces seguiremos la marcha majestuosa hacia las grandes
prosperidades a que está destinada la América meridional; entonces las ciencias
y las artes que nacieron en el Oriente y han ilustrado a Europa, volarán a
Colombia libre que las convidará con un asilo.
Tales son, señor, las observaciones
y pensamientos que tengo el honor de someter a usted para que los rectifique o
deseche según su mérito; suplicándole se persuada que me he atrevido a
exponerlos, más por no ser descortés, que porque me crea capaz de ilustrar a
usted en la materia.
Soy de usted, etc., etc.
Kingston, 6 de septiembre de 1815.
c.
DISCURSO
ANTE EL CONGRESO DE ANGOSTURA.
Discurso publicado en el Correo del Orinoco, números 19, 20, 21 y 22 del 20 de febrero al 13
de marzo de 1819. El Libertador, en carta de Tunja de 26 de marzo de 1820,
escribía lo siguiente al general Santander: «Mando a usted la Gaceta. Número
22, para la continuación de mi discurso; en ella es menester tomar el mayor
interés en sus enmendaduras, porque lo he hecho en el mayor desorden, pero lo
que está borrado debe no ponerse. Lo que está subrayado, como son las
expresiones de Montesquieu, que se ponga en letra bastardilla, y la divisa en
letra mayúscula»
La reproducción la hizo Nicomedes
Lora en la imprenta de B. Espinosa, año de 1820. Nosotros hemos adoptado la
versión del Correo del Orinoco.
1819.
Señor. ¡Dichoso el ciudadano que
bajo el escudo de las armas de su mando ha convocado la soberanía nacional para
que ejerza su voluntad absoluta! Yo, pues, me cuento entre los seres más
favorecidos de la Divina Providencia, ya que he tenido el honor de reunir a los
representantes del pueblo de Venezuela en este augusto Congreso, fuente de la
autoridad legítima, depósito de la voluntad soberana y árbitro del destino de
la nación.
Al trasmitir a los representantes
del pueblo el Poder Supremo que se me había confiado, colmo los votos de mi
corazón, los de mis conciudadanos y los de nuestras futuras generaciones, que
todo lo esperan de vuestra sabiduría, rectitud y prudencia. Cuando cumplo con
este dulce deber, me liberto de la inmensa autoridad que me agobiaba, como de
la responsabilidad ilimitada que pesaba sobre mis débiles fuerzas. Solamente
una necesidad forzosa, unida a la voluntad imperiosa del pueblo, me habría
sometido al terrible y peligroso encargo de Dictador Jefe Supremo de la
República. ¡Pero ya respiro devolviéndoos esta autoridad, que con tanto riesgo,
dificultad y pena he logrado mantener en medio de las tribulaciones más
horrorosas que pueden afligir a un cuerpo social!
No ha sido la época de la República,
que he presidido, una mera tempestad política, ni una guerra sangrienta, ni una
anarquía popular, ha sido, sí, el desarrollo de todos los elementos
desorganizadores; ha sido la inundación de un torrente infernal que ha
sumergido la tierra de Venezuela. Un hombre, ¡y un hombre como yo!, ¿qué diques
podría oponer al ímpetu de estas devastaciones? En medio de este piélago de
angustias no he sido más que un vil juguete del huracán revolucionario que me
arrebataba como una débil paja. Yo no he podido hacer ni bien ni mal; fuerzas
irresistibles han dirigido la marcha de nuestros sucesos; atribuírmelos no
sería justo y sería darme una importancia que no merezco. ¿Queréis conocer los
autores de los acontecimientos pasados y del orden actual? Consultad los anales
de España, de América, de Venezuela; examinad las Leyes de Indias, el régimen
de los antiguos mandatarios, la influencia de la religión y del dominio
extranjero; observad los primeros actos del gobierno republicano, la ferocidad
de nuestros enemigos y el carácter nacional. No me preguntéis sobre los efectos
de estos trastornos para siempre lamentables; apenas se me puede suponer simple
instrumento de los grandes móviles que han obrado sobre Venezuela; sin embargo,
mi vida, mi conducta, todas mis acciones públicas y privadas están sujetas a la
censura del pueblo. ¡Representantes! Vosotros debéis juzgarlas. Yo someto la historia
de mi mando a vuestra imparcial decisión; nada añadiré para excusarla; ya he
dicho cuanto puede hacer mi apología. Si merezco vuestra aprobación, habré
alcanzado el sublime título de buen ciudadano, preferible para mí al de
Libertador que me dio Venezuela, al de Pacificador que me dio Cundinamarca, y a
los que el mundo entero puede dar.
¡Legisladores!
Yo deposito en vuestras manos el
mando supremo de Venezuela. Vuestro es ahora el augusto deber de consagraros a
la felicidad de la República; en vuestras manos está la balanza de nuestros
destinos, la medida de nuestra gloria, ellas sellarán los decretos que fijen
nuestra libertad. En este momento el Jefe Supremo de la República no es más que
un simple ciudadano; y tal quiere quedar hasta la muerte. Serviré, sin embargo,
en la carrera de las armas mientras haya enemigos en Venezuela. Multitud de
beneméritos hijos tiene la patria capaces de dirigirla, talentos, virtudes,
experiencia y cuanto se requiere para mandar a hombres libres, son el
patrimonio de muchos de los que aquí representan el pueblo; y fuera de este
Soberano Cuerpo se encuentran ciudadanos que en todas épocas han mostrado valor
para arrostrar los peligros, prudencia para evitarlos, y el arte, en fin, de
gobernarse y de gobernar a otros. Estos ilustres varones merecerán, sin duda,
los sufragios del Congreso y a ellos se encargará del gobierno, que tan cordial
y sinceramente acabo de renunciar para siempre.
La continuación de la autoridad en
un mismo individuo frecuentemente ha sido el término de los gobiernos
democráticos. Las repetidas elecciones son esenciales en los sistemas
populares, porque nada es tan peligroso como dejar permanecer largo tiempo en
un mismo ciudadano el poder. El pueblo se acostumbra a obedecerle y él se
acostumbra a mandarlo; de donde se origina la usurpación y la tiranía. Un justo
celo es la garantía de la libertad republicana, y nuestros ciudadanos deben
temer con sobrada justicia que el mismo magistrado, que los ha mandado mucho
tiempo, los mande perpetuamente.
Ya, pues, que por este acto de mi
adhesión a la libertad de Venezuela puedo aspirar a la gloria de ser contado
entre sus más fieles amantes, permitidme, señor, que exponga con la franqueza
de un verdadero republicano mi respetuoso dictamen en este Proyecto de Constitución
que me tomo la libertad de ofreceros en testimonio de la sinceridad y del
candor de mis sentimientos. Como se trata de la salud de todos, me atrevo a
creer que tengo derecho para ser oído por los representantes del pueblo. Yo sé
muy bien que vuestra sabiduría no ha menester de consejos, y sé también que mi
proyecto acaso, os parecerá erróneo, impracticable. Pero, señor, aceptad con
benignidad este trabajo, que más bien es el tributo de mi sincera sumisión al
Congreso que el efecto de una levedad presuntuosa. Por otra parte, siendo
vuestras funciones la creación de un cuerpo político y aun se podría decir la
creación de una sociedad entera, rodeada de todos los inconvenientes que
presenta una situación la más singular y difícil, quizás el grito de un
ciudadano puede advertir la presencia de un peligro encubierto o desconocido.
Echando una ojeada sobre lo pasado,
veremos cuál es la base de la República de Venezuela.
Al desprenderse América de la
Monarquía Española, se ha encontrado, semejante al Imperio Romano, cuando
aquella enorme masa, cayó dispersa en medio del antiguo mundo. Cada
desmembración formó entonces una nación independiente con forme a su situación
o a sus intereses; pero con la diferencia de que aquellos miembros volvían a
restablecer sus primeras asociaciones. Nosotros ni aun conservamos los
vestigios de lo que fue en otro tiempo; no somos europeos, no somos indios,
sino una especie media entre los aborígenes y los españoles. Americanos por
nacimiento y europeos por derechos, nos hallamos en el conflicto de disputar a
los naturales los títulos de posesión y de mantenernos en el país que nos vio
nacer, contra la oposición de los invasores; así nuestro caso es el más
extraordinario y complicado. Todavía hay más; nuestra suerte ha sido siempre
puramente pasiva, nuestra existencia política ha sido siempre nula y nos
hallamos en tanta más dificultad para alcanzar la libertad, cuanto que
estábamos colocados en un grado inferior al de la servidumbre; porque no
solamente se nos había robado la libertad, sino también la tiranía activa y
doméstica. Permítaseme explicar esta paradoja. En el régimen absoluto, el poder
autorizado no admite límites. La voluntad del déspota, es la ley suprema
ejecutada arbitrariamente por los subalternos que participan de la opresión
organizada en razón de la autoridad de que gozan. Ellos están encargados de las
funciones civiles, políticas, militares y religiosas, pero al fin son persas
los sátrapas de Persia, son turcos los bajáes del gran señor, son tártaros los
sultanes de la Tartaria. China no envía a buscar mandarines a la cuna de Gengis
Kan que la conquistó. Por el contrario, América, todo lo recibía de España que
realmente la había privado del goce y ejercicio de la tiranía activa; no
permitiéndonos sus funciones en nuestros asuntos domésticos y administración
interior. Esta abnegación nos había puesto en la imposibilidad de conocer el
curso de los negocios públicos; tampoco gozábamos de la consideración personal
que inspira el brillo del poder a los ojos de la multitud, y que es de tanta
importancia en las grandes revoluciones. Lo diré de una vez, estábamos
abstraídos, ausentes del universo, en cuanto era relativo a la ciencia del
gobierno.
Uncido el pueblo americano al triple
yugo de la ignorancia, de la tiranía y del vicio, no hemos podido adquirir, ni
saber, ni poder, ni virtud. Discípulos de tan perniciosos maestros las
lecciones que hemos recibido, y los ejemplos que hemos estudiado, son los más
destructores. Por el engaño se nos ha dominado más que por la fuerza; y por el
vicio se nos ha degradado más bien que por la superstición. La esclavitud es la
hija de las tinieblas; un pueblo ignorante es un instrumento ciego de su propia
destrucción; la ambición, la intriga, abusan de la credulidad y de la inexperiencia,
de hombres ajenos de todo conocimiento político, económico o civil; adoptan
como realidades las que son puras ilusiones; toman la licencia por la libertad;
la traición por el patriotismo; la venganza por la justicia. Semejante a un
robusto ciego que, instigado por el sentimiento de sus fuerzas, marcha con la
seguridad del hombre más perspicaz, y dando en todos los escollos no puede
rectificar sus pasos. Un pueblo pervertido si alcanza su libertad, muy pronto
vuelve a perderla; porque en vano se esforzarán en mostrarle que la felicidad
consiste en la práctica de la virtud; que el imperio de las leyes es más
poderoso que el de los tiranos, porque son más inflexibles, y todo debe
someterse a su benéfico rigor; que las buenas costumbres, y no la fuerza, son
las columnas de las leyes; que el ejercicio de la justicia es el ejercicio de
la libertad. Así, legisladores, vuestra empresa es tanto más ímproba cuanto que
tenéis que constituir a hombres pervertidos por las ilusiones del error, y por
incentivos nocivos. «La libertad-dice Rousseau es un alimento suculento, pero
de difícil digestión». Nuestros débiles conciudadanos tendrán que enrobustecer
su espíritu mucho antes que logren digerir el saludable nutritivo de la
libertad. Entumidos sus miembros por las cadenas, debilitada su vista en las
sombras de las mazmorras, y aniquilados por las pestilencias serviles, ¿eran
capaces de marchar con pasos firmes hacia el augusto templo de la libertad?
¿Serán capaces de admirar de cerca sus espléndidos rayos y respirar sin
opresión el éter puro que allí reina?
Meditad bien vuestra elección,
legisladores. No olvidéis qué vais a echar los fundamentos a un pueblo naciente
que podrá elevarse a la grandeza que la naturaleza le ha señalado, si vosotros
proporcionáis su base al eminente rango que le espera. Si vuestra elección no
está presidida por el genio tutelar de Venezuela que debe inspiraros el acierto
de escoger la naturaleza y la forma de gobierno que vais a adoptar para la
felicidad del pueblo; si no acertáis, repito, la esclavitud será el término de
nuestra transformación.
Los anales de los tiempos pasados os
presentarán millares de gobiernos. Traed a la imaginación las naciones que han
brillado sobre la tierra, y contemplaréis afligidos que casi toda la tierra ha
sido, y aún es, víctima de sus gobiernos. Observaréis muchos sistemas de
manejar hombres, más todos para oprimirlos; y si la costumbre de mirar al
género humano conducido por pastores de pueblos, no disminuyese el horror de
tan chocante espectáculo, nos pasmaríamos al ver nuestra dócil especie pacer
sobre la superficie del globo como viles rebaños destinados a alimentar a sus
crueles conductores. La naturaleza, a la verdad, nos dota al nacer del
incentivo de la libertad; mas sea pereza, sea propensión inherente a la
humanidad, lo cierto es que ella reposa tranquila aunque ligada con las trabas
que le imponen. Al contemplarla en este estado de prostitución, parece que
tenemos razón para persuadirnos que, los más de los hombres tienen por
verdadera aquella humillante máxima, que más cuesta mantener el equilibrio de
la libertad que soportar el peso de la tiranía.
¡Ojalá que esta máxima contraria a
la moral de la naturaleza, fuese falsa! ¡Ojalá que esta máxima no estuviese
sancionada por la indolencia de los hombres con respecto a sus derechos más
sagrados!
Muchas naciones antiguas y modernas
han sacudido la opresión; pero son rarísimas las que han sabido gozar de
algunos preciosos momentos de libertad; muy luego han recaído en sus antiguos
vicios políticos; porque son los pueblos, más bien que los gobiernos, los que
arrastran tras sí la tiranía. El hábito de la dominación, los hace insensibles
a los encantos del honor y de la prosperidad nacional; y miran con indolencia
la gloria de vivir en el movimiento de la libertad, bajo la tutela de leyes
dictadas por su propia voluntad. Los fastos del universo proclaman esta
espantosa verdad.
Sólo la democracia, en mi concepto,
es susceptible de una absoluta libertad; pero ¿cuál es el gobierno democrático
que ha reunido a un tiempo, poder, prosperidad y permanencia? ¿Y no se ha visto
por el contrario la aristocracia, la monarquía cimentar grandes y poderosos
imperios por siglos y siglos? ¿Qué gobierno más antiguo que el de China? ¿Qué
República ha excedido en duración a la de Esparta, a la de Venecia? ¿El Imperio
Romano no conquistó la tierra? ¿No tiene Francia catorce siglos de monarquía?
¿Quién es más grande que Inglaterra? Estas naciones, sin embargo, han sido o
son aristocracias y monarquías.
A pesar de tan crueles reflexiones,
yo me siento arrebatado de gozo por los grandes pasos que ha dado nuestra
República al entrar en su noble carrera. Amando lo más útil, animada de lo más
justo, y aspirando a lo más perfecto al separarse Venezuela de la nación
española, ha recobrado su independencia, su libertad, su igualdad, su soberanía
nacional. Constituyéndose en una República democrática, proscribió la
monarquía, las distinciones, la nobleza, los fueros, los privilegios; declaró
los derechos del hombre, la libertad de obrar, de pensar, de hablar y de
escribir. Estos actos eminentemente liberales jamás serán demasiado admirados
por la pureza que los ha dictado. El primer Congreso de Venezuela ha estampado
en los anales de nuestra legislación con caracteres indelebles, la majestad del
pueblo dignamente expresada, al sellar el acto social más capaz de formar la
dicha de una nación. Necesito de recoger todas mis fuerzas para sentir con toda
la vehemencia de que soy susceptible, el supremo bien que encierra en sí este
Código inmortal de nuestros derechos y de nuestras leyes. ¡Pero cómo osaré
decirlo! ¿Me atreveré yo a profanar, con mi censura las tablas sagradas de
nuestras leyes?... Hay sentimientos que no se pueden contener en el pecho de un
amante de la patria; ellos rebosan agitados por su propia violencia, y a pesar
del mismo que los abriga, una fuerza imperiosa los comunica. Estoy penetrado de
la idea de que el gobierno de Venezuela debe reformarse; y que aunque muchos
ilustres ciudadanos piensan como yo, no todos tienen el arrojo necesario para
profesar públicamente la adopción de nuevos principios. Esta consideración me
insta a tomar la iniciativa en un asunto de la mayor gravedad, y en que hay
sobrada audacia en dar avisos a los consejeros del pueblo.
Cuanto más admiro la excelencia de
la Constitución federal de Venezuela, tanto más me persuado de la imposibilidad
de su aplicación a nuestro estado. Y, según mi modo de ver, es un prodigio que
su modelo en el Norte de América subsista tan prósperamente y no se trastorne
al aspecto del primer embarazo o peligro. A pesar de que aquel pueblo es un
modelo singular de virtudes políticas y de ilustración moral; no obstante que
la libertad ha sido su cuna, se ha criado en la libertad, y se alimenta de pura
libertad; lo diré todo, aunque Bajo de muchos respectos, este pueblo es único
en la historia del género humano es un prodigio, repito, que un sistema tan
débil y complicado como el federal haya podido regirlo en circunstancias tan
difíciles y delicadas como las pasadas. Pero sea lo que fuere de este gobierno
con respecto a la nación norteamericana, debo decir, que ni remotamente ha
entrado en mi idea asimilar la situación y naturaleza de los Estados tan
distintos como el inglés americano y el americano español. ¿No sería muy
difícil aplicar a España el Código de libertad política, civil y religiosa de
Inglaterra? Pues aun es más difícil adaptar en Venezuela las leyes de
Norteamérica. ¿No dice el Espíritu de las Leyes que éstas deben ser
propias para el pueblo que se hacen? ¿Qué es una gran casualidad que las de una
nación puedan convenir a otra? ¿Que las leyes deben ser relativas a lo físico
del país, al clima, a la calidad del terreno, a su situación, a su extensión,
al género de vida de los pueblos? ¿Referirse al grado de libertad que la Constitución
puede sufrir, a la religión de los habitantes, a sus inclinaciones, a sus
riquezas, a su número, a su comercio, a sus costumbres, a sus modales? ¡He aquí
el Código que debíamos consultar, y no el de Washington!
La Constitución venezolana sin embargo
de haber tomado sus bases de la más perfecta, si se atiende a la corrección de
los principios y a los efectos benéficos de su administración, difirió
esencialmente de la americana en un punto cardinal y, sin duda, el más
importante. EL Congreso de Venezuela como el americano participa de algunas de
las atribuciones del Poder Ejecutivo. Nosotros, además, subdividimos este Poder
habiéndolo sometido a un cuerpo colectivo sujeto, por consiguiente, a los
inconvenientes de hacer periódica la existencia del gobierno, de suspenderla y
disolverla siempre que se separan sus miembros. Nuestro triunvirato carece, por
decirlo, de unidad, de continuación y de responsabilidad individual; está
privado de acción momentánea, de vida continua, de uniformidad real, de responsabilidad
inmediata y un gobierno que no posee cuanto constituye su moralidad, debe
llamarse nulo.
Aunque las facultades del Presidente
de los Estados Unidos están limitadas con restricciones excesivas, ejerce por
sí solo todas las funciones gubernativas que la Constitución le atribuye, y es
indudable que su administración debe ser más uniforme, constante y
verdaderamente propia, que la de un poder diseminado entre varios individuos
cuyo compuesto no puede ser sernos menos que monstruoso.
El poder judicial en Venezuela es
semejante al americano, indefinido en duración, temporal y no vitalicio, goza
de toda la independencia que le corresponde.
El Primer Congreso en su
Constitución federal más consultó el espíritu de las provincias, que la idea
sólida de formar una República indivisible y central. Aquí cedieron nuestros
legisladores al empeño inconsiderado de aquellos provinciales seducidos por el
deslumbrante brillo de la felicidad del pueblo americano, pensando que, las
bendiciones de que goza son debidas exclusivamente a la forma de gobierno y no
al carácter y costumbres de los ciudadanos. Y, en efecto, el ejemplo de los
Estados Unidos, por su peregrina prosperidad, era demasiado lisonjero para que
no fuese seguido. ¿Quién puede resistir al atractivo victorioso del goce pleno
y absoluto de la soberanía, de la independencia, de la libertad? ¿Quién puede
resistir al amor que inspira un gobierno inteligente que liga a un mismo
tiempo, los derechos particulares a los derechos generales; que forma de la
voluntad común la ley suprema de la voluntad individual? ¿Quién puede resistir
al imperio de un gobierno bienhechor que con una mano hábil, activa, y poderosa
dirige siempre, y en todas partes, todos sus resortes hacia la perfección
social, que es el fin único de las instituciones humanas?
Mas por halagüeño que parezca, y sea
en efecto este magnífico sistema federativo, no era dado a los venezolanos
gozarlo repentinamente al salir de las cadenas. No estábamos preparados para
tanto bien; el bien, como el mal, da la muerte cuando es súbito y excesivo.
Nuestra constitución moral no tenía todavía La consistencia necesaria para
recibir el beneficio de un gobierno completamente representativo, y tan sublime
que podía ser adaptado a una república de santos.
¡Representantes del Pueblo! Vosotros estáis llamados para consagrar, o suprimir cuanto os parezca
digno de ser conservado, reformado, o desechado en nuestro pacto social. A
vosotros pertenece el corregir la obra de nuestros primeros legisladores; yo
querría decir, que a vosotros toca cubrir una parte de la belleza que contiene
nuestro Código político; porque no todos los corazones están formados para amar
a todas las beldades; ni todos los ojos, son capaces de soportar la luz
celestial de la perfección. EL libro de los Apóstoles, la moral de Jesús, la
obra Divina que nos ha enviado la Providencia para mejorar a los hombres, tan
sublime, tan santa, es un diluvio de fuego en Constantinopla, y el Asia entera
ardería en vivas llamas, si este libro de paz se le impusiese repentinamente
por código de religión, de leyes y de costumbres.
Séame permitido llamar la atención
del Congreso sobre una materia que puede ser de una importancia vital. Tengamos
presente que nuestro pueblo no es el europeo, ni el americano del norte, que más
bien es un compuesto de África y de América, que una emanación de Europa, pues
que hasta España misma, deja de ser Europa por su sangre africana, por sus
instituciones y por su carácter. Es imposible asignar con propiedad a qué
familia humana pertenecemos. La mayor parte del indígena se ha aniquilado, el
europeo se ha mezclado con el americano y con el africano, y éste se ha
mezclado con el indio y con el europeo. Nacidos todos del seno de una misma
madre, nuestros padres, diferentes en origen y en sangre, son extranjeros, y
todos difieren visiblemente en la epidermis; esta desemejanza trae un reato de
la mayor trascendencia.
Los ciudadanos de Venezuela gozan
todos por la Constitución, intérprete de la naturaleza, de una perfecta
igualdad política. Cuando esta igualdad no hubiese sido un dogma en Atenas, en
Francia y en América, deberíamos nosotros consagrarlo para corregir la
diferencia que aparentemente existe. Mi opinión es, legisladores, que el
principio fundamental de nuestro sistema, depende inmediata y exclusivamente de
la igualdad establecida y practicada en Venezuela. Que los hombres nacen todos
con derechos iguales a los bienes de la sociedad, está sancionado por la
pluralidad de los sabios; como también lo está que no todos los hombres nacen
igualmente aptos a la obtención de todos los rangos; pues todos deben practicar
la virtud y no todos la practican; todos deben ser valerosos, y todos no lo
son; todos deben poseer talentos, y todos no lo poseen. De aquí viene la
distinción efectiva que se observa entre los individuos de la sociedad más
liberalmente establecida. Si el principio de la igualdad política es
generalmente reconocido, no lo es menos el de la desigualdad física y moral. La
naturaleza hace a los hombres desiguales, en genio, temperamento, fuerzas y
caracteres. Las leyes corrigen esta diferencia porque colocan al individuo en
la sociedad para que la educación, la industria, las artes, los servicios, las
virtudes, le den una igualdad ficticia, propiamente llamada política y social.
Es una inspiración eminentemente benéfica, la reunión de todas las clases en un
estado, en que la diversidad se multiplicaba en razón de la propagación de la
especie. Por este solo paso se ha arrancado de raíz la cruel discordia.
¡Cuántos celos, rivalidades y odios se han evitado!
Habiendo ya cumplido con la
justicia, con la humanidad, cumplamos ahora con la política, con la sociedad,
allanando las dificultades que opone un sistema tan sencillo y natural, mas tan
débil que el menor tropiezo lo trastorna, lo arruina. La diversidad de origen
requiere un pulso infinitamente firme, un tacto infinitamente delicado para
manejar esta sociedad heterogénea cuyo complicado artificio se disloca, se
divide, se disuelve con la más ligera alteración.
El sistema de gobierno
más perfecto es aquel que produce mayor suma de felicidad posible, mayor suma
de seguridad social y mayor suma de estabilidad política. Por las leyes que
dictó el primer Congreso tenemos derecho de esperar que la dicha sea el dote de
Venezuela; y por las vuestras, debemos lisonjearnos que la seguridad y la
estabilidad eternizarán esta dicha. A vosotros toca resolver el problema.
¿Cómo, después de haber roto todas las trabas de nuestra antigua opresión
podemos hacer la obra maravillosa de evitar que los restos de nuestros duros
hierros no se cambien en armas liberticidas? Las reliquias de la dominación
española permanecerán largo tiempo antes que lleguemos a anonadarlas; el
contagio del despotismo ha impregnado nuestra atmósfera, y ni el fuego de la
guerra, ni el específico de nuestras saludables leyes han purificado el aire
que respiramos. Nuestras manos ya están libres, y todavía nuestros corazones
padecen de las dolencias de la servidumbre. EL hombre, al perder la libertad,
decía Homero, pierde la mitad de su espíritu.
Un gobierno
republicano ha sido, es, y debe ser el de Venezuela; sus bases deben ser la
soberanía del pueblo, la división de los poderes, la libertad civil, la
proscripción de la esclavitud, la abolición de la monarquía y de los
privilegios. Necesitamos de la igualdad para refundir, digámoslo así, en un
todo, la especie de los hombres, las opiniones políticas y las costumbres
públicas. Luego, extendiendo la vista sobre el vasto campo que nos falta por
recorrer, fijemos la atención sobre los peligros que debemos evitar. Que la
historia nos sirva de guía en esta carrera. Atenas, la primera, nos da el
ejemplo más brillante de una democracia absoluta, y al instante, la misma
Atenas, nos ofrece el ejemplo más melancólico de la extrema debilidad de esta
especie de gobierno. El más sabio legislador de Grecia no vio conservar su
República diez años, y sufrió la humillación de reconocer la insuficiencia de
la democracia absoluta para regir ninguna especie de sociedad, ni con la más
cuita, morígera y limitada, porque sólo brilla con relámpagos de libertad.
Reconozcamos, pues, que Solón ha desengañado al mundo; y le ha enseñado cuán
difícil es dirigir por simples leyes a los hombres.
La República de Esparta, que parecía
una invención quimérica, produjo más efectos reales que la obra ingeniosa de
Solón. Gloria, virtud moral, y, por consiguiente, la felicidad nacional, fue el
resultado de la legislación de Licurgo. Aunque dos reyes en un Estado son dos
monstruos para devorarlo, Esparta poco tuvo que sentir de su doble trono, en
tanto que Atenas se prometía la suerte más espléndida, con una soberanía
absoluta, libre elección de magistrados, frecuentemente renovados. Leyes
suaves, sabias y políticas. Pisístrato, usurpador y tirano fue más saludable a
Atenas que sus leyes; y Pericles, aunque también usurpador, fue el más útil
ciudadano. La República de Tebas no tuvo más vida que la de Pelópidas y
Epaminondas; porque a veces son los hombres, no los principios, los que forman
los gobiernos. Los códigos, los sistemas, los estatutos por sabios que sean son
obras muertas que poco influyen sobre las sociedades: ¡hombres virtuosos,
hombres patriotas, hombres ilustrados constituyen las repúblicas!
La Constitución Romana es la que
mayor poder y fortuna ha producido a ningún pueblo del mundo; allí no había una
exacta distribución de los poderes. Los Cónsules, el Senado, el Pueblo, ya eran
Legisladores, ya magistrados, ya Jueces; todos participaban de todos los
poderes. El Ejecutivo, compuesto de dos Cónsules, padecía el mismo
inconveniente que el de Esparta. A pesar de su deformidad no sufrió la
República la desastrosa discordancia que toda previsión habría supuesto
inseparable de una magistratura compuesta de dos individuos, igualmente
autorizados con las facultades de un monarca. Un gobierno cuya única
inclinación era la conquista, no parecía destinado a cimentar la felicidad de
su nación. Un gobierno monstruoso y puramente guerrero, elevó a Roma al más
alto esplendor de virtud y de gloria; y formó de la tierra un dominio romano
para mostrar a los hombres de cuánto son capaces las virtudes políticas; y cuán
diferentes suelen ser las instituciones.
Y pasando de los tiempos antiguos a
los modernos encontraremos a Inglaterra y a Francia llamando la atención de
todas las naciones, y dándoles lecciones elocuentes de toda especie en materia
de gobierno. La revolución de estos dos grandes pueblos, como un radiante
meteoro, ha inundado al mundo con tal profusión de luces políticas, que ya
todos los seres que piensan han aprendido cuáles son los derechos del hombre y
cuáles sus deberes; en qué consiste la excelencia de los gobiernos y en qué
consisten sus vicios. Todos saben apreciar el valor intrínseco de las teorías
especulativas de los filósofos y legisladores modernos. En fin, este astro, en
su luminosa carrera, aun ha encendido los pechos de los apáticos españoles, que
también se han lanzado en el torbellino político; han hecho sus efímeras
pruebas de libertad, han reconocido su incapacidad para vivir bajo el dulce
dominio de las leyes y han vuelto a sepultarse en sus prisiones y hogueras
inmemoriales.
Aquí es el lugar de repetiros,
legisladores, lo que os dice el elocuente Volney en la dedicatoria de su Ruinas
de Palmira: «A los pueblos nacientes de las Indias Castellanas, a los jefes
generosos que los guían a la libertad: que los errores e infortunios del mundo
antiguo enseñen la sabiduría y la felicidad al mundo nuevo». Que no se pierdan,
pues, las lecciones de la experiencia; y que las secuelas de Grecia, de Roma,
de Francia, de Inglaterra y de América nos instruyan en la difícil ciencia de
crear y conservar las naciones con leyes propias, justas, legítimas, y sobre
todo útiles. No olvidando jamás que la excelencia de un gobierno no consiste en
su teórica, en su forma, ni en su mecanismo, sino en ser apropiado a la
naturaleza y al carácter de la nación para quien se instituye.
Roma y la Gran Bretaña son las
naciones que más han sobresalido entre las antiguas y modernas; ambas nacieron
para mandar y ser libres; pero ambas se constituyeron no con brillantes formas
de libertad, sino con establecimientos sólidos. Así, pues, os recomiendo,
representantes, el estudio de la Constitución británica, que es la que parece
destinada a operar el mayor bien posible a los pueblos que la adoptan; pero por
perfecta que sea, estoy muy lejos de proponeros su imitación servil. Cuando
hablo del Gobierno británico sólo me refiero a lo que tiene de republicanismo,
y a la verdad ¿puede llamarse pura monarquía un sistema en el cual se reconoce
la soberanía popular, la división y el equilibrio de los poderes, la libertad
civil, de conciencia, de imprenta, y cuanto es sublime en la política? ¿Puede
haber más libertad en ninguna especie de república? ¿Y puede pretenderse a más
en el orden social? Yo os recomiendo esta Constitución popular, la división y
el equilibrio de los poderes, la libertad civil, de como la más digna de servir
de modelo a cuantos aspiran al goce de los derechos del hombre y a toda la
felicidad política que es compatible con nuestra frágil naturaleza.
En nada alteraríamos nuestras leyes
fundamentales, si adoptásemos un Poder Legislativo semejante al Parlamento
británico. Hemos dividido como los americanos la representación nacional en dos
Cámaras: la de Representantes y el Senado. La primera está compuesta muy
sabiamente, goza de todas las atribuciones que le corresponden y no es
susceptible de una reforma esencial, porque la Constitución le ha dado el
origen, la forma y las facultades que requiere la voluntad del pueblo para ser
legítima y competentemente representada. Si el Senado en lugar de ser electivo
fuese hereditario, sería en mi concepto la base, el lazo, el alma de nuestra
República. Este Cuerpo en las tempestades políticas pararía los rayos del
gobierno, y rechazaría las olas populares. Adicto al gobierno por el justo
interés de su propia conservación, se opondría siempre a las invasiones que el
pueblo intenta contra la jurisdicción y la autoridad de sus magistrados.
Debemos confesarlo: los más de los hombres desconocen sus verdaderos intereses
y constantemente procuran asaltarlos en las manos de sus depositarios; el
individuo pugna contra la masa, y la masa contra la autoridad. Por tanto, es
preciso que en todos los gobiernos exista un cuerpo neutro que se ponga siempre
de parte del ofendido y desarme al ofensor. Este cuerpo neutro, para que pueda
ser tal, no ha de deber su origen a la elección del gobierno, ni a la del
pueblo; de modo que goce de una plenitud de independencia que ni tema, ni
espere nada de estas dos fuentes de autoridad. El Senado hereditario como parte
del pueblo, participa de sus intereses, de sus sentimientos y de su espíritu.
Por esta causa no se debe presumir que un Senado hereditario se desprenda de
los intereses populares, ni olvide sus deberes legislativos. Los senadores en
Roma, y los lores en Londres, han sido las columnas más firmes sobre que se ha
fundado el edificio de la libertad política y civil.
Estos senadores serán elegidos la
primera vez por el Congreso. Los sucesores al Senado llaman la primera atención
del gobierno, que debería educarlos en un colegio especialmente destinado para
instruir aquellos tutores, legisladores futuros de la patria. Aprenderían las
artes, las ciencias y las letras que adornan el espíritu de un hombre público;
desde su infancia ellos sabrían a qué carrera la Providencia los destinaba y
desde muy tiernos elevarían su alma a la dignidad que los espera.
De ningún modo sería una violación
de la igualdad política la creación de un Senado hereditario; no es una nobleza
la que pretendo establecer, porque, como ha dicho un célebre republicano, sería
destruir a la vez la igualdad y la libertad. Es un oficio para el cual se deben
preparar los candidatos, y es un oficio que exige mucho saber, y los medios
proporcionados para adquirir su instrucción. Todo no se debe dejar al acaso y a
la ventura en las elecciones: el pueblo se engaña más fácilmente que la
naturaleza perfeccionada por el arte; y aunque es verdad que estos senadores no
saldrían del seno de las virtudes, también es verdad que saldrían del seno de
una educación ilustrada. Por otra parte, los Libertadores de Venezuela son
acreedores a ocupar siempre un alto rango en la República que les debe su
existencia. Creo que la posteridad vería con sentimiento, anonadados los
nombres ilustres de sus primeros bienhechores; digo más, es del interés
público, es de la gratitud de Venezuela, es del honor nacional, conservar con
gloria hasta la última posteridad, una raza de hombres virtuosos, prudentes y
esforzados que superando todos los obstáculos, han fundado la República a costa
de los más heroicos sacrificios. Y si el pueblo de Venezuela no aplaude la
elevación de sus bienhechores, es indigno de ser libre, y no lo será jamás.
Un Senado hereditario, repito, será
la base fundamental del Poder Legislativo y, por consiguiente, será la base de
todo gobierno. Igualmente servirá de contrapeso para el gobierno y para el
pueblo; será una potestad intermediaria que embote los tiros que recíprocamente
se lanzan estos eternos rivales. En todas las luchas la calma de un tercero
viene a ser el órgano de la reconciliación, así el Senado de Venezuela será la
traba de este edificio delicado y harto susceptible de impresiones violentas;
será el iris que calmará las tempestades y mantendrá la armonía entre los
miembros y la cabeza de este cuerpo político.
Ningún estímulo podrá adulterar un
Cuerpo Legislativo investido de los primeros honores, dependiente de sí mismo,
sin temer nada del pueblo, ni esperar nada del gobierno, que no tiene otro
objeto que el de reprimir todo principio de mal y propagar todo principio de
bien; y que está altamente interesado en la existencia de una sociedad en la
cual participa de sus efectos funestos o favorables. Se ha dicho con demasiada
razón que la Cámara alta de Inglaterra, es preciosa para la nación porque
ofrece un naluarte a la libertad, y yo añado que el Senado de Venezuela, no
sólo sería un baluarte de la libertad, sino un apoyo para eternizar la
República.
El Poder Ejecutivo británico está
revestido de toda la autoridad soberana que le pertenece; pero también está
circunvalado de una triple línea de diques, barreras y estacadas. Es Jefe del
Gobierno, pero sus ministros y subalternos dependen más de las leyes que de su
autoridad, porque son personalmente responsables, y ni aun las mismas órdenes
de la autoridad real los eximen de esta responsabilidad. Es Generalísimo del
Ejército y de la Marina; hace la paz, y declara la guerra; pero el Parlamento
es el que decreta anualmente las sumas con que deben pagarse estas fuerzas militares.
Si los Tribunales y Jueces dependen de él, las leyes emanan del Parlamento que
las ha consagrado. Con el objeto de neutralizar su poder, es inviolable y
sagrada la persona del Rey; y al mismo tiempo que le dejan libre la cabeza le
ligan las manos con que debe obrar. El Soberano de Inglaterra tiene tres
formidables rivales: su Gabinete que debe responder al Pueblo y al Parlamento;
el Senado, que defiende los intereses del Pueblo como Representante de la
Nobleza de que se compone, y la Cámara de los Comunes, que sirve de órgano y de
tribuna al pueblo británico. Además, como los jueces son responsables del
cumplimiento de las leyes, no se separan de ellas, y los administradores del
Erario, siendo perseguidos no solamente por sus propias infracciones, sino aun
por las que hace el mismo gobierno, se guardan bien de malversar los fondos
públicos. Por más que se examine la naturaleza del Poder Ejecutivo en
Inglaterra, no se puede hallar nada que no incline a juzgar que es el más
perfecto modelo, sea para un Reino, sea para una Aristocracia, sea para una
democracia. Aplíquese a Venezuela este Poder Ejecutivo en la persona de un
Presidente, nombrado por el Pueblo o por sus Representantes, y habremos dado un
gran paso hacia la felicidad nacional.
Cualquiera que sea el ciudadano que
llene estas funciones, se encontrará auxiliado por la Constitución; autorizado
para hacer bien, no podrá hacer mal, porque siempre que se someta a las leyes,
sus ministros cooperarán con él; si por el contrario, pretende infringirlas,
sus propios ministros lo dejarán aislado en medio de la República, y aun lo
acusarán delante del Senado. Siendo los ministros los responsables de las
transgresiones que se cometan, ellos son los que gobiernan, porque ellos son
los que las pagan. No es la menor ventaja de este sistema la obligación en que
pone a los funcionarios inmediatos al Poder Ejecutivo de tomar la parte más
interesada y activa en las deliberaciones del gobierno, y a mirar como propio
este departamento. Puede suceder que no sea el Presidente un hombre de grandes
talentos, ni de grandes virtudes, y no obstante la carencia de estas cualidades
esenciales, el Presidente desempeñará sus deberes de un modo satisfactorio;
pues en tales casos el Ministerio, haciendo todo por sí mismo, lleva la carga
del Estado.
Por exorbitante que parezca la
autoridad del Poder Ejecutivo de Inglaterra, quizás no es excesiva en la
República de Venezuela. Aquí el Congreso ha ligado las manos y hasta la cabeza
a los magistrados. Este cuerpo deliberante ha asumido una parte de las
funciones ejecutivas contra la máxima de Montesquieu, que dice que un Cuerpo
Representante no debe tomar ninguna resolución activa: debe hacer leyes y ver
si se ejecutan las que hace. Nada es tan contrario a la armonía entre los
poderes, como su mezcla. Nada es tan peligroso con respecto al pueblo, como la
debilidad del Ejecutivo, y si en un reino se ha juzgado necesario concederle
tantas facultades, en una república, son éstas infinitamente más
indispensables.
Fijemos nuestra atención sobre esta
diferencia y hallaremos que el equilibrio de los poderes debe distribuirse de
dos modos. En las repúblicas el Ejecutivo debe ser el más fuerte, porque todo
conspira contra él; en tanto que en las monarquías el más fuerte debe ser el
Legislativo, porque todo conspira en favor del monarca. La veneración que
profesan los pueblos a la magistratura real es un prestigio, que influye
poderosamente a aumentar el respeto supersticioso que se tributa a esta
autoridad. El esplendor del trono, de la corona, de la púrpura; el apoyo
formidable que le presta la nobleza; las inmensas riquezas que generaciones
enteras acumulan en una misma dinastía; la protección fraternal que
recíprocamente reciben todos los reyes, son ventajas muy considerables que
militan en favor de la autoridad real, y la hacen casi ilimitada. Estas mismas
ventajas son, por consiguiente, las que deben con firmar la necesidad de
atribuir a un magistrado republicano, una suma mayor de autoridad que la que
posee un príncipe constitucional.
Un magistrado republicano, es un
individuo aislado en medio de una sociedad, encargado de contener el ímpetu del
pueblo hacia la licencia, la propensión de los jueces y administradores hacia
el abuso de las leyes. Está sujeto inmediatamente al Cuerpo Legislativo, al
Senado, al pueblo: es un hombre solo resistiendo el ataque combinado de las
opiniones, de los intereses y de las pasiones del Estado social que, como dice
Carnot, no hace más que luchar continuamente entre el deseo de dominar, y el
deseo de substraerse a la dominación. Es, en fin, un atleta lanzado contra otra
multitud de atletas.
Sólo puede servir de correctivo a
esta debilidad, el vigor bien cimentado y más bien proporcionado a la
resistencia que necesariamente le oponen al Poder Ejecutivo, el Legislativo, el
Judiciario y el pueblo de una república. Si no se ponen al alcance del
Ejecutivo todos los medios que una justa atribución le señala, cae
inevitablemente en la nulidad o en su propio abuso; quiero decir, en la muerte
del gobierno, cuyos herederos son la anarquía, la usurpación y la tiranía. Se
quiere contener la autoridad ejecutiva con restricciones y trabas; nada es más
justo; pero que se advierta que los lazos que se pretenden conservar se
fortifican sí, mas no se estrechan.
Que se fortifique, pues, todo el
sistema del gobierno, y que el equilibrio se establezca de modo que no se
pierda, y de modo que no sea su propia delicadeza, una causa de decadencia. Por
lo mismo que ninguna forma de gobierno es tan débil como la democracia, su
estructura debe ser de la mayor solidez; y sus instituciones consultarse para
la estabilidad. Si no es así, contemos con que se establece un ensayo de
gobierno, y no un sistema permanente; contemos con una sociedad díscola,
tumultuaria y anárquica y no con un establecimiento social donde tengan su
imperio la felicidad, la paz y la justicia.
No seamos presuntuosos,
legisladores; seamos moderados en nuestras pretensiones. No es probable
conseguir lo que no ha logrado el género humano; lo que no han alcanzado las
más grandes y sabias naciones. La libertad indefinida, la democracia absoluta,
son los escollos adonde han ido a estrellarse todas las esperanzas
republicanas. Echad una mirada sobre las repúblicas antiguas, sobre las
repúblicas modernas, sobre las repúblicas nacientes; casi todas han pretendido
establecerse absolutamente democráticas, y a casi todas se les han frustrado
sus justas aspiraciones. Son laudables ciertamente hombres que anhelan por
instituciones legítimas y por una perfección social; pero ¿quién ha dicho a los
hombres que ya poseen toda la sabiduría, que ya practican toda la virtud, que
exigen imperiosamente la liga del poder con la justicia? ¡Ángeles, no hombres,
pueden únicamente existir libres, tranquilos y dichosos, ejerciendo todos la
potestad soberana!
Ya disfruta el pueblo de Venezuela
de los derechos que legítima y fácilmente puede gozar; moderemos ahora el
ímpetu de las pretensiones excesivas que quizás le suscitaría la forma de un
gobierno incompetente para él. Abandonemos las formas federales que no nos
convienen; abandonemos el triunvirato del Poder Ejecutivo; y concentrándolo en
un presidente, confiémosle la autoridad suficiente para que logre mantenerse
luchando contra los inconvenientes anexos a nuestra reciente situación, al
estado de guerra que sufrimos, y a la especie de los enemigos externos y
domésticos, contra quienes tendremos largo tiempo que combatir. Que el Poder
Legislativo se desprenda de las atribuciones que corresponden al Ejecutivo; y
adquiera no obstante nueva consistencia, nueva influencia en el equilibrio de
las autoridades. Que los tribunales sean reforzados por la estabilidad, y la
independencia de los jueces; por el establecimiento de jurados; de códigos
civiles y criminales que no sean dictados por la antigüedad, ni por reyes
conquistadores, sino por la voz de la naturaleza, por el grito de la justicia y
por el genio de la sabiduría.
Mi deseo es que todas las partes del
gobierno y administración, adquieran el grado de vigor que únicamente puede
mantener el equilibrio, no sólo entre los miembros que componen el gobierno,
sino entre las diferentes fracciones de que se compone nuestra sociedad. Nada
importaría que los resortes de un sistema político se relajasen por su
debilidad, si esta relajación no arrastrase consigo la disolución del cuerpo
social, y la ruina de los asociados. Los gritos del género humano en los campos
de batalla, o en los campos tumultuarios claman al cielo contra los
inconsiderados y ciegos legisladores, que han pensado que se pueden hacer
impunemente ensayos de quiméricas instituciones. Todos los pueblos del mundo
han pretendido la libertad; los unos por las armas, los otros por las leyes,
pasando alternativamente de la anarquía al despotismo o del despotismo a la
anarquía; muy pocos son los que se han contentado con pretensiones moderadas,
constituyéndose de un modo conforme a sus medios, a su espíritu y a sus
circunstancias.
No aspiremos a lo imposible, no sea
que por elevarnos sobre la región de la libertad, descendamos a la región de la
tiranía. De la libertad absoluta se desciende siempre al poder absoluto, y el
medio entre estos dos términos es la suprema libertad social. Teorías
abstractas son las que producen la perniciosa idea de una libertad ilimitada.
Hagamos que la fuerza pública se contenga en los límites que la razón y el
interés prescriben; que la voluntad nacional se contenga en los límites que un
justo poder le señala; que una legislación civil y criminal análoga a nuestra
actual Constitución domine imperiosamente sobre el poder judiciario, y entonces
habrá un equilibrio, y no habrá el choque que embaraza la marcha del Estado, y
no habrá esa complicación que traba, en vez de ligar la sociedad.
Para formar un gobierno estable se
requiere la base de un espíritu nacional, que tenga por objeto una inclinación
uniforme hacia dos puntos capitales: moderar la voluntad general, y limitar la
autoridad pública. Los términos que fijan teóricamente estos dos puntos son de
una difícil asignación, pero se puede concebir que la regla que debe dirigirlos,
sea la restricción, y la concentración recíproca a fin de que haya al menos
frotación posible entre la voluntad y el poder legítimo. Esta ciencia se
adquiere insensiblemente por la práctica y por el estudio. El progreso de las
luces es el que ensancha el progreso de la práctica, y la rectitud del espíritu
es la que ensancha el progreso de las luces.
EL amor a la patria, el amor a las
leyes, el amor a los magistrados son las nobles pasiones que deben absorber
exclusivamente el alma de un republicano. Los venezolanos aman la patria, pero
no aman sus leyes; porque éstas han sido nocivas, y eran la fuente del mal;
tampoco han podido amar a sus magistrados, porque eran inicuos, y los nuevos
apenas son conocidos en la carrera en que han entrado. Si no hay un respeto
sagrado por la patria, por las leyes y por las autoridades, la sociedad es una
confusión, un abismo: es un conflicto singular de hombre a hombre, de cuerpo a
cuerpo.
Para sacar de este caos nuestra
naciente república, todas nuestras facultades morales no serán bastantes, si no
fundimos la masa del pueblo en un todo; la composición del gobierno en un todo;
la legislación en un todo, y el espíritu nacional en un todo. Unidad, unidad,
unidad, debe ser nuestra divisa. La sangre de nuestros ciudadanos es diferente,
mezclémosla para unirla; nuestra Constitución ha dividido los poderes,
enlacémoslos para unirlos; nuestras leyes son funestas reliquias de todos los
despotismos antiguos y modernos, que este edificio monstruoso se derribe, caiga
y apartando hasta sus ruinas, elevemos un templo a la justicia; y bajo los
auspicios de su santa inspiración dictemos un Código de leyes venezolanas. Si
queremos consultar monumentos y modelos de legislación, la Gran Bretaña, la
Francia, la América septentrional los ofrecen admirables.
La educación popular debe ser el
cuidado primogénito del amor paternal del Congreso. Moral
y luces son los polos de una república; moral y luces son nuestras primeras
necesidades. Tomemos de Atenas su areópago, y los guardianes de las costumbres
y de las leyes; tomemos de Roma sus censores y sus tribunales domésticos; y
haciendo una santa alianza de estas instituciones morales, renovemos en el
mundo la idea de un pueblo que no se contenta con ser libre y fuerte, sino que
quiere ser virtuoso. Tomemos de Esparta sus austeros establecimientos, y
formando de estos tres manantiales una fuente de virtud, demos a nuestra
República una cuarta potestad cuyo dominio sea la infancia y el corazón de los
hombres, el espíritu público, las buenas costumbres y la moral republicana.
Constituyamos este areópago para que vele sobre la educación de los niños,
sobre la instrucción nacional; para que purifique lo que se haya corrompido en
la República; que acuse la ingratitud, el egoísmo, la frialdad del amor a la
patria, el ocio, la negligencia de los ciudadanos; que juzgue de los principios
de corrupción, de los ejemplos perniciosos; debiendo corregir las costumbres
con penas morales, como las leyes castigan los delitos con penas aflictivas, y
no solamente lo que choca contra ellas, sino lo que las burla; no solamente lo
que las ataca, sino lo que las debilita; no solamente lo que viola la
Constitución, sino lo que viola el respeto público. La jurisdicción de este
tribunal verdaderamente santo, deberá ser efectiva con respecto a la educación
y a la instrucción, y de opinión solamente en las penas y castigos. Pero sus
anales, o registros donde se consignan sus actas y deliberaciones; los
principios morales y las acciones de los ciudadanos, serán los libros de la virtud
y del vicio. Libros que consultarán el pueblo para sus elecciones, los
magistrados para sus resoluciones, y los jueces para sus juicios. Una
institución semejante que más que parezca quimérica, es infinitamente más
realizable que otras que algunos legisladores antiguos y modernos han
establecido con menos utilidad del género humano.
¡Legisladores! Por el proyecto de Constitución que reverentemente someto a vuestra
sabiduría, observaréis el espíritu que lo ha dictado. Al proponeros la división
de los ciudadanos en activos y pasivos, he pretendido excitar la prosperidad
nacional por las dos más grandes palancas de la industria, el trabajo y el
saber. Estimulando estos dos poderosos resortes de la sociedad, se alcanza lo
más difícil entre los hombres, hacerlos honrados y felices. Poniendo
restricciones justas y prudentes en las asambleas primarias y electorales,
ponemos el primer dique a la licencia popular, evitando la concurrencia
tumultuaria y ciega que en todos tiempos han imprimido el desacierto en las
elecciones y ha ligado, por consiguiente, el desacierto a los magistrados, y a
la marcha del gobierno; pues este acto primordial, es el acto generativo de la
libertad o de la esclavitud de un pueblo.
Aumentando en la balanza de los
poderes el peso del Congreso por el número de los legisladores y por la
naturaleza del Senado, he procurado darle una base fija a este primer cuerpo de
la nación y revestirlo de una consideración importantísima para el éxito de sus
funciones soberanas.
Separando con límites bien señalados
la jurisdicción ejecutiva, de la jurisdicción legislativa, no me he propuesto
dividir sino enlazar con los vínculos de la armonía que nace de la
independencia, estas potestades supremas cuyo choque prolongado jamás ha dejado
de aterrar a uno de los contendientes. Cuando deseo atribuir al Ejecutivo una
suma de facultades superior a la que antes gozaba, no he deseado autorizar un
déspota para que tiranice la República, sino impedir que el despotismo
deliberante no sea la causa inmediata de un círculo de vicisitudes despóticas
en que alternativamente la anarquía sea reemplazada por la oligarquía y por la
monocracia. Al pedir la estabilidad de los jueces, la creación de jurados y un
nuevo código, he pedido al Congreso la garantía de la libertad civil, la más
preciosa, la más justa, la más necesaria. En una palabra, la única libertad,
pues que sin ella las demás son nulas. He pedido la corrección de los más
lamentables abusos que sufre nuestra judicatura, por su origen vicioso de ese
piélago de legislación española que semejante al tiempo recoge de todas las
edades y de todos los hombres, así las obras de la demencia como las del
talento, así las producciones sensatas, como las extravagantes, así los
monumentos del ingenio, como los del capricho. Esta enciclopedia judiciaria,
monstruo de diez mil cabezas, que hasta ahora ha sido el azote de los pueblos
españoles, es el suplicio más refinado que la cólera del cielo ha permitido
descargar sobre este desdichado Imperio.
Meditando sobre el
modo efectivo de regenerar el carácter y las costumbres que la tiranía y la
guerra nos han dado, me he sentido la audacia de inventar un poder moral,
sacado del fondo de la oscura antigüedad, y de aquellas olvidadas leyes que
mantuvieron, algún tiempo, la virtud entre los griegos y romanos. Bien puede
ser tenido por un cándido delirio, mas no es imposible, y yo me lisonjeo que no
desdeñaréis enteramente un pensamiento que mejorado por la experiencia y las
luces, puede llegar a ser muy eficaz.
Horrorizado de la divergencia que ha
reinado y debe reinar entre nosotros por el espíritu sutil que caracteriza al
Gobierno federativo, he sido arrastrado a rogaros para que adoptéis el
centralismo y la reunión de todos los Estados de Venezuela en una República
sola e indivisible. Esta medida, en mi opinión, urgente, vital, redentora, es
de tal naturaleza que, sin ella, el fruto de nuestra regeneración será la
muerte.
Mi deber es, legisladores,
presentaros un cuadro prolijo y fiel de mi administración política, civil y
militar, mas sería cansar demasiado vuestra importante atención y privaros en
este momento de un tiempo tan precioso como urgente. En consecuencia, los
secretarios de Estado darán cuenta al Congreso de sus diferentes Departamentos
exhibiendo al mismo tiempo los documentos y archivos que servirán de
ilustración para tomar un exacto conocimiento del estado real y positivo de la
República.
Yo no os hablaría de los actos más
notables de mi mando si éstos no incumbiesen a la mayoría de los venezolanos.
Se trata, señor, de las resoluciones más importantes de este último período.
La atroz e impía esclavitud cubría
con su negro manto la tierra de Venezuela, y nuestro cielo se hallaba recargado
de tempestuosas nubes, que amenazaban un diluvio de fuego. Yo imploré la
protección del Dios de la humanidad, y luego la redención disipó las
tempestades. La esclavitud rompió sus grillos, y Venezuela se ha visto rodeada
de nuevos hijos, de hijos agradecidos que han convertido los instrumentos de su
cautiverio en armas de libertad. Sí, los que antes eran esclavos, ya son
libres; los que antes eran enemigos de una madrastra, ya son defensores de una
patria. Encareceros la justicia, la necesidad y la beneficencia de esta medida,
es superfluo cuando vosotros sabéis la historia de los ilotas, de Espartaco y
de Haití; cuando vosotros sabéis que no se puede ser libre y esclavo a la vez,
sino violando a la vez las leyes naturales, las leyes políticas y las leyes
civiles. Yo abandono a vuestra soberana decisión la reforma o la revocación de
todos mis estatutos y decretos; pero yo imploro la confirmación de la libertad
absoluta de los esclavos, como imploraría mi vida y la vida de la República.
Representaros la historia militar de
Venezuela sería recordaros la historia del heroísmo republicano entre los
antiguos; sería deciros que Venezuela ha entrado en el gran cuadro de los
sacrificios hechos sobre el altar de la libertad. Nada ha podido llenar los
nobles pechos de nuestros generosos guerreros, sino los honores sublimes que se
tributan a los bienhechores del género humano. No combatiendo por el poder, ni
por la fortuna, ni aun por la gloria, sino tan sólo por la libertad, títulos de
libertadores de la República, son sus dignos galardones. Yo, pues, fundando una
sociedad sagrada con estos ínclitos varones, he instituido el orden de los
Libertadores de Venezuela. ¡Legisladores! A vosotros pertenecen las
facultades de conocer honores y decoraciones, vuestro es el deber de ejercer
este acto augusto de la gratitud nacional.
Hombres que se han desprendido de
todos los goces, de todos los bienes que antes poseían, como el producto de su
virtud y talentosos hombres que han experimentado cuanto es cruel en una guerra
honrosa, padeciendo las privaciones más dolorosas, y los tormentos más acerbos,
hombres tan beneméritos de la patria, han debido llamar la atención del
gobierno. En consecuencia he mandado recompensarlos con los bienes de la
nación. Si he contraído para con el pueblo alguna especie de mérito, pido a sus
representantes oigan mi súplica como el premio de mis débiles servicios. Que el
Congreso ordene la distribución de los bienes nacionales, conforme a la ley que
a nombre de la República he decretado a beneficio de los militares venezolanos.
Ya que por infinitos triunfos hemos
logrado anonadar las huestes españolas, desesperada la Corte de Madrid ha
pretendido sorprender vanamente la conciencia de los magnánimos soberanos que
acaban de extirpar la usurpación y la tiranía en Europa, y deben ser los
protectores de la legitimidad y de la justicia de la causa americana. Incapaz
de alcanzar con sus armas nuestra sumisión, recurre España a su política
insidiosa; no pudiendo vencernos, ha querido emplear sus artes suspicaces.
Fernando se ha humillado hasta confesar que ha menester de la protección
extranjera para retornarnos a su ignominioso yugo, ¡a un yugo que todo poder es
nulo para imponerlo! Convencida Venezuela de poseer las fuerzas suficientes
para repeler a sus opresores, ha pronunciado, por el órgano del gobierno, su
última voluntad de combatir hasta expirar, por defender su vida política, no
sólo contra España, sino contra todos los hombres, si todos los hombres se
hubiesen degradado tanto, que abrazasen la defensa de un gobierno devorador,
cuyos únicos móviles son una espada exterminadora y las llamas de la
Inquisición. Un gobierno que ya no quiere dominios, sino desiertos; ciudades,
sino ruinas; vasallos, sino tumbas. La declaración de la República de Venezuela
es el Acta más gloriosa, más heroica, más digna de un pueblo libre; es la que
con mayor satisfacción tengo el honor de ofrecer al Congreso ya sancionada por
la expresión unánime del pueblo de Venezuela.
Desde la segunda época de la
República nuestro ejército carecía de elementos militares, siempre ha estado
desarmado; siempre le han faltado municiones; siempre ha estado mal equipado.
Ahora los soldados defensores de la independencia no solamente están armados de
la justicia, sino también de la fuerza. Nuestras tropas pueden medirse con las
más selectas de Europa, ya que no hay desigualdad en los medios destructores.
Tan grandes ventajas las debemos a la liberalidad sin límites de algunos
generosos extranjeros que han visto gemir la humanidad y sucumbir la causa de
la razón, y no la han visto tranquilos espectadores, sino que han volado con
sus protectores auxilios, y han prestado a la República cuanto ella necesitaba
para hacer triunfar sus principios filantrópicos. Estos amigos de la humanidad
son los genios custodios de América, y a ellos somos deudores de un eterno
reconocimiento, como igualmente de un cumplimiento religioso, a las sagradas
obligaciones que con ellos hemos contraído. La deuda nacional, legisladores, es
el depósito de la fe, del honor y de la gratitud de Venezuela. Respetadla como
la Arca Santa, que encierra no tanto los derechos de nuestros bienhechores,
cuanto la gloria de nuestra fidelidad. Perezcamos primero que quebrantar un
empeño que ha salvado la patria y la vida de sus hijos.
La reunión de Nueva Granada y
Venezuela en un grande Estado ha sido el voto uniforme de los pueblos y
gobiernos de estas Repúblicas. La suerte de la guerra ha verificado este enlace
tan anhelado por todos los colombianos; de hecho estamos incorporados. Estos
pueblos hermanos ya os han confiado sus intereses, sus derechos, sus destinos.
Al contemplar la reunión de esta inmensa comarca, mi alma se remonta a la
eminencia que exige la perspectiva colosal, que ofrece un cuadro tan asombroso.
Volando por entre las próximas edades, mi imaginación se fija en los siglos
futuros, y observando desde allá, con admiración y pasmo, la prosperidad, el
esplendor, la vida que ha recibido esta vasta región, me siendo arrebatado y me
parece que ya la veo en el corazón del universo, extendiéndose sobre sus
dilatadas costas, entre esos océanos, que la naturaleza había separado, y que
nuestra patria reúne con prolongados y anchurosos canales. Ya la veo servir de
lazo, de centro, de emporio a la familia humana; ya la veo enviando a todos los
recintos de la tierra los tesoros que abrigan sus montañas de plata y de oro;
ya la veo distribuyendo por sus divinas plantas la salud y la vida a los
hombres dolientes del antiguo universo; ya la veo comunicando sus preciosos
secretos a los sabios que ignoran cuan superior es la suma de las luces, a la
suma de las riquezas, que le ha prodigado la naturaleza. Ya la veo sentada
sobre el trono de la libertad, empuñando el cetro de la justicia, coronada por
la gloria, mostrar al mundo antiguo la majestad del mundo moderno.
Dignaos,
legisladores, acoger con indulgencias la profesión de mi conciencia política,
los últimos votos de mi corazón y los ruegos fervorosos que a nombre del pueblo
me atrevo a dirigiros. Dignaos conceder a Venezuela un Gobierno eminentemente
popular, eminentemente justo, eminentemente moral, que encadene la opresión, la
anarquía y la culpa. Un Gobierno que haga reinar la inocencia, la humanidad y
la paz. Un Gobierno que haga triunfar bajo el imperio de leyes inexorables, la
igualdad y la libertad.
Señor, empezad vuestras funciones;
yo he terminado las mías.
d.
CONSTITUCIÓN
DE BOLIVIA.
¡Legisladores! Al ofreceros el
Proyecto de Constitución para Bolivia, me siento sobrecogido de confusión y
timidez, porque estoy persuadido de mi incapacidad para hacer leyes. Cuando yo
considero que la sabiduría de todos los siglos no es suficiente para componer
una ley fundamental que sea perfecta, y que el más esclarecido Legislador es la
causa inmediata de la infelicidad humana, y la burla, por decirlo así, de su
ministerio divino ¿qué deberé deciros del soldado que, nacido entre esclavos y sepultado
en los desiertos de su patria, no ha visto más que cautivos con cadenas, y
compañeros con armas para romperlas? ¡Yo Legislador...! Vuestro engaño y mi
compromiso se disputan la preferencia: no sé quién padezca más en este horrible
conflicto; si vosotros por los males que debéis temer de las leyes que me
habéis pedido, o yo del oprobio a que me condenáis por vuestra confianza.
He recogido todas mis fuerzas para
exponeros mis opiniones sobre el modo de manejar hombres libres, por los
principios adoptados entre los pueblos cultos; aunque las lecciones de la
experiencia sólo muestran largos periodos de desastres, interrumpidos por
relámpagos de ventura. ¿Qué guías podremos seguir a la sombra de tan tenebrosos
ejemplos?
¡Legisladores! Vuestro deber os llama
a resistir el choque de dos monstruosos enemigos que recíprocamente se
combaten, y ambos os atacarán a la vez: la tiranía y la anarquía forman un
inmenso océano de opresión, que rodea a una pequeña isla de libertad, embatida
perpetuamente por la violencia de las olas y de los huracanes, que la arrastran
sin cesar a sumergirla. Mirad el mar que vais a surcar con una frágil barca,
cuyo piloto es tan inexperto.
El Proyecto de Constitución para
Bolivia está dividido en cuatro Poderes Políticos, habiendo añadido uno más,
sin complicar por esto la división clásica de cada uno de los otros. El
Electoral ha recibido facultades que no le estaban señaladas en otros Gobiernos
que se estiman entre los más liberales. Estas atribuciones se acercan en gran
manera a las del sistema federal. Me ha parecido no sólo conveniente y útil,
sino también fácil, conceder a los Representantes inmediatos del pueblo los
privilegios que más pueden desear los ciudadanos de cada Departamento,
Provincia o Cantón. Ningún objeto es más importante a un Ciudadano que la
elección de sus Legisladores, Magistrados, Jueces y Pastores. Los Colegios
Electorales de cada Provincia representan las necesidades y los intereses de
ellas y sirven para quejarse de las infracciones de las leyes, y de los abusos
de los Magistrados. Me atrevería a decir con alguna exactitud que esta
representación participa de los derechos de que gozan los gobiernos
particulares de los Estados federados. De este modo se ha puesto nuevo peso a
la balanza contra el Ejecutivo; y el Gobierno ha adquirido más garantías, más
popularidad, y nuevos títulos, para que sobresalga entre los más democráticos.
Cada diez Ciudadanos nombran un
Elector; y así se encuentra la nación representada por el décimo de sus
Ciudadanos. No se exigen sino capacidades, ni se necesita de poseer bienes,
para representar la augusta función del Soberano; mas debe saber escribir sus
votaciones, firmar su nombre, y leer las leyes. Ha de profesar una ciencia, o
un arte que le asegure un alimento honesto. No se le ponen otras exclusiones
que las del crimen, de la ociosidad y de la ignorancia absoluta. Saber y
honradez, no dinero, es lo que requiere el ejercicio del Poder Público.
El Cuerpo Legislativo tiene una
composición que lo hace necesariamente armonioso entre sus partes: no se
hallará siempre dividido por falta de un juez árbitro, como sucede donde no hay
más que dos Cámaras. Habiendo aquí tres, la discordia entre dos queda resuelta
por la tercera; y la cuestión examinada por dos partes contendientes, y un imparcial
que la juzga: de ese modo ninguna ley útil queda sin efecto, o por lo menos
habrá sido vista una, dos y tres veces, antes de sufrir la negativa. En todos
los negocios entre dos contrarios se nombra un tercero para decidir, y ¿no
sería absurdo que en los intereses más arduos de la sociedad se desdeñara esta
providencia dictada por una necesidad imperiosa? Así las cámaras guardarán
entre sí aquellas consideraciones que son indispensables para conservar la
unión del todo, que debe deliberar en el silencio de las pasiones y con la
calma de la sabiduría. Los Congresos modernos, me dirán, se han compuesto de
solas dos secciones. Es porque en Inglaterra, que ha servido de modelo, la
nobleza y el pueblo debían representarse en dos Cámaras; y si en Norte América
se hizo lo mismo sin haber nobleza, puede suponerse que la costumbre de estar
bajo el Gobierno inglés, le inspiró esta imitación. El hecho es, que dos
cuerpos deliberantes deben combatir perpetuamente: y por esto Siéyès no quería
más que uno. Clásico absurdo.
La primera Cámara es de Tribunos, y
goza de la atribución de iniciar las leyes relativas a Hacienda, Paz y Guerra.
Ella tiene la inspección inmediata de los ramos que el Ejecutivo administra con
menos intervención del Legislativo.
Los Senadores forman los Códigos y
Reglamentos eclesiásticos, y velan sobre los Tribunales y el Culto. Toca al
Senado escoger los Prefectos, los Jueces del distrito, Gobernadores,
Corregidores, y todos los Subalternos del Departamento de Justicia. Propone a
la Cámara de Censores los miembros del Tribunal Supremo, los Arzobispos,
Obispos, Dignidades y Canónigos. Es del resorte del Senado, cuanto pertenece a
la Religión y a las leyes.
Los Censores ejercen una potestad
política y moral que tiene alguna semejanza con la del Areópago de Atenas, y de
los Censores de Roma. Serán ellos los fiscales contra el Gobierno para celar si
la Constitución y los Tratados públicos se observan con religión. He puesto
bajo su éjida el Juicio Nacional, que debe decidir de la buena o mala
administración del Ejecutivo.
Son los Censores los que protegen la
moral, las ciencias, las artes, la instrucción y la imprenta. La más terrible
como la más augusta función pertenece a los Censores. Condenan a oprobio eterno
a los usurpadores de la autoridad soberana, y a los insignes criminales.
Conceden honores públicos a los servicios y a las virtudes de los ciudadanos
ilustres. El fiel de la gloria se ha confiado a sus manos: por lo mismo, los
Censores deben gozar de una inocencia intacta, y de una vida sin mancha. Si
delinquen, serán acusados hasta por faltas leves. A estos Sacerdotes de las
leyes he confiado la conservación de nuestras sagradas tablas, porque son ellos
los que deben clamar contra sus profanadores.
El presidente de la República viene
a ser en nuestra Constitución, como el sol que, firme en su centro, da vida al
Universo. Esta suprema Autoridad debe ser perpetua; porque en los sistemas sin
jerarquías se necesita más que en otros, un punto fijo alrededor del cual giren
los Magistrados y los ciudadanos: los hombres y las cosas. Dadme un punto fijo,
decía un antiguo; y moveré el mundo. Para Bolivia, este punto es el Presidente
vitalicio. En él estriba todo nuestro orden, sin tener por esto acción. Se le
ha cortado la cabeza para que nadie tema sus intenciones, y se le han ligado
las manos para que a nadie dañe.
El Presidente de Bolivia participa
de las facultades del Ejecutivo Americano, pero con restricciones favorables al
pueblo.- su duración es la de los Presidentes de Haití. Yo he tomado para
Bolivia el Ejecutivo de la República más democrática del mundo.
La isla de Haití, (permítaseme esta
digresión) se hallaba en insurrección permanente: después de haber
experimentado el imperio, el reino, la república, todos los gobiernos conocidos
y algunos más, se vio forzada a ocurrir al Ilustre Petión para que la salvase.
Confiaron en él, y los destinos de Haití no vacilaron más. Nombrado Petión
Presidente vitalicio con facultades para elegir el sucesor, ni la muerte de
este grande hombre, ni la sucesión del nuevo Presidente, han causado el menor
peligro en el Estado: todo ha marchado bajo el digno Boyer, en la calma de un
reino legítimo. Prueba triunfante de que un Presidente vitalicio, con derecho
para elegir el sucesor, es la inspiración más sublime en el orden republicano.
El Presidente de Bolivia será menos
peligroso que el de Haití, siendo el modo de sucesión más seguro para el bien
del Estado. Además el Presidente de Bolivia está privado de todas las
influencias: no nombra los Magistrados, los Jueces, ni las Dignidades
eclesiásticas, por pequeñas que sean. Esta disminución de poder no la ha
sufrido todavía ningún gobierno bien constituido: ella añade trabas sobre
trabas a la autoridad de un Jefe que hallará siempre a todo el pueblo dominado
por los que ejercen las funciones más importantes de la sociedad. Los Sacerdotes
mandan en las conciencias, los Jueces en la propiedad, el honor, y la vida, y
los Magistrados en todos los actos públicos. No debiendo éstos sino al Pueblo
sus dignidades, su gloria y su fortuna, no puede el Presidente esperar
complicarlos en sus miras ambiciosas. Si a esta consideración se agregan las
que naturalmente nacen de las oposiciones generales que encuentra un Gobierno
democrático en todos los momentos de su administración, parece que hay derecho
para estar cierto de que la usurpación del Poder público dista más de este
Gobierno que de otro ninguno.
¡Legisladores! La libertad de hoy
más será indestructible en América. Véase la naturaleza salvaje de este
continente, que expele por sí sola el orden monárquico: los desiertos convidan
a la independencia. Aquí no hay grandes nobles, grandes eclesiásticos. Nuestras
riquezas eran casi nulas, y en el día lo son todavía más. Aunque la Iglesia
goza de influencia, está lejos de aspirar al dominio, satisfecha con su
conservación. Sin estos apoyos, los tiranos no son permanentes; y si algunos
ambiciosos se empeñan en levantar imperios, Dessalines, Cristóbal, Iturbide,
les dicen lo que deben esperar. No hay poder más difícil de mantener que el de
un príncipe nuevo. Bonaparte, vencedor de todos los ejércitos, no logró
triunfar de esta regla, más fuerte que los imperios. Y si el gran Napoleón no
consiguió mantenerse contra la liga de los republicanos y de los aristócratas
¿quién alcanzará, en América, fundar monarquías, en un suelo incendiado con las
brillantes llamas de la libertad, y que devora las tablas que se le ponen para
elevar esos cadalsos regios? No, Legisladores: no temáis a los pretendientes a
coronas: ellas serán para sus cabezas la espada pendiente sobre Dionisio. Los
Príncipes flamantes que se obcequen hasta construir tronos encima de os
escombros de la libertad, erigirán túmulos a sus cenizas, que digan a los
siglos futuros cómo prefirieron su fatua ambición a la libertad y a la gloria.
Los límites constitucionales del
Presidente de Bolivia, son los más estrechos que se conocen: apenas nombrar los
empleados de hacienda, paz y guerra: manda el ejército. He aquí sus funciones.
La administración pertenece toda al
Ministerio, responsable a los Censores, y sujeta a la vigilancia celosa de
todos los Legisladores, Magistrados, Jueces y Ciudadanos. Los aduanistas, y los
soldados únicos agentes de este ministerio, no son a la verdad, los más
adecuados para captarle el aura popular; así su influencia será nula.
El Vice-Presidente es el Magistrado
más encadenado que ha servido el mando: obedece juntamente al Legislativo y al
Ejecutivo de un gobierno republicano. Del primero recibe las leyes; del segundo
las órdenes: y entre esas dos barreras ha de marchar por un camino angustiado y
flanqueado de precipicios. A pesar de tantos inconvenientes, es preferible
gobernar de este modo, más bien que con imperio absoluto. Las barreras
constitucionales ensanchan una conciencia política, y le dan firme esperanza de
encontrar el final que la guíe entre los escollos que la rodean: ellas sirven
de apoyo contra los empujes de nuestras pasiones, concertadas con los intereses
ajenos.
En el gobierno de los Estados Unidos
se ha observado últimamente la práctica de nombrar al primer Ministro para
suceder al Presidente. Nada es tan conveniente, en una república, como este
método: reúne la ventaja de poner a la cabeza de la administración un sujeto
experimentado en el manejo del Estado. Cuando entra a ejercer sus funciones, va
formado, y lleva consigo la aureola de la popularidad, y una práctica
consumada. Me he apoderado de esta idea, y la he establecido como ley.
El Presidente de la República nombra
al Vice-Presidente, para que administre el estado, y le suceda en el mando. Por
esta providencia se evitan las elecciones, que producen el grande azote de las
repúblicas, la anarquía, que es el lujo de la tiranía, y el peligro más
inmediato y más terrible de los gobiernos populares. Ved de qué modo sucede
como en los reinos legítimos, la tremenda crisis de las repúblicas.
El Vice-Presidente debe ser el
hombre más puro: la razón es, que si el primer Magistrado no elige un ciudadano
muy recto, debe temerle como a enemigo encarnizado; y sospechar hasta de sus
secretas ambiciones. Este Vice-Presidente ha de esforzarse a merecer por sus buenos
servicios el crédito que necesita para desempeñar las más altas funciones, y
esperar la gran recompensa nacional -el mando supremo. El Cuerpo Legislativo y
el pueblo exigirán capacidades y talentos de parte de ese Magistrado; y le
pedirán una ciega obediencia a las leyes de la libertad.
Siendo la herencia la que perpetúa
el régimen monárquico, y lo hace casi general en el mundo: ¿cuánto más útil no
es el método que acabo de proponer para la sucesión del Vice-Presidente? ¿Qué
fueran los príncipes hereditarios elegidos por el mérito, y no por la suerte; y
que en lugar de quedarse en la inacción y en la ignorancia, se pusiesen a la
cabeza de la administración? Serían sin duda, Monarcas más esclarecidos y
harían la dicha de los pueblos. Si, Legisladores, la monarquía que gobierna la
tierra, ha obtenido sus títulos de aprobación de la herencia que la hace
estable, y de la unidad que la hace fuerte. Por esto, aunque un príncipe
soberano es un niño mimando, enclaustrado en su palacio, educado por la adulación
y conducido por todas las pasiones, este príncipe que me atrevería a llamar la
ironía del hombre, manda al género humano, porque conserva el orden de las
cosas y la subordinación entre los ciudadanos, con un poder firme, y una acción
constante. Considerad, Legisladores, que estas grandes ventajas se reúnen en el
Presidente vitalicio y Vice-Presidente hereditario.
El Poder Judicial que propongo goza
de una independencia absoluta: en ninguna parte tiene tanta. El pueblo presenta
los candidatos, y el Legislativo escoge los individuos que han de componer los
Tribunales. Si el Poder Judicial no emana de este origen, es imposible que
conserve en toda su pureza, la salvaguardia de los derechos individuales. Estos
derechos, Legisladores, son los que constituyen la libertad, la igualdad, la
seguridad, todas las garantías del orden social. La verdadera constitución
liberal está en los códigos civiles y criminales; y la más terrible tiranía la
ejercen los Tribunales por el tremendo instrumento de las leyes. De ordinario
el Ejecutivo no es más que el depositario de la cosa pública; pero los
Tribunales son los árbitros de las cosas propias -de las cosas de los
individuos-. El Poder Judicial contiene la medida del bien o del mal de los
ciudadanos; y si hay libertad, si hay justicia en la República, son
distribuidas por este poder. Poco importa a veces la organización política, con
tal que la civil sea perfecta; que las leyes se cumplan religiosamente, y se
tengan por inexorables como el destino.
Era de esperarse, conforme a las
ideas del día, que prohibiésemos el uso del tormento, de las confesiones; y que
cortásemos la prolongación de los pleitos en el intrincado laberinto de las
apelaciones.
El territorio de la República se
gobierna por Prefectos, Gobernadores, Corregidores, Jueces de Paz y Alcaldes.
No he podido entrar en el régimen interior y facultades de estas
jurisdicciones; es mí deber, sin embargo, recomendar al Congreso los
reglamentos concernientes al servicio de los departamentos y provincias. Tened
presente, Legisladores, que las naciones se componen de ciudades y de aldeas; y
que del bienestar de éstas se forma la felicidad del Estado. Nunca prestaréis
demasiado vuestra atención al buen régimen de los departamentos. Este punto es
de predilección en la ciencia legislativa y no obstante es harto desdeñado.
He dividido la fuerza armada en
cuatro partes: ejército de línea, escuadra, milicia nacional, y resguardo
militar. El destino del ejército es guarnecer la frontera. ¡Dios nos preserve que
vuelva sus armas contra los ciudadanos! Basta la milicia nacional para
conservar el orden interno. Bolivia no posee grandes costas, y por o mismo es
inútil la marina: debemos, a pesar de esto, obtener algún día uno y otro. El
resguardo militar es preferible por todos respectos al de guardas: un servicio
semejante es más inmoral que superfluo: por tanto interesa a la República,
guarnecer sus fronteras con tropas de línea, y tropas de resguardo contra la
guerra del fraude.
He pensado que la constitución de Bolivia
debiera reformarse por períodos, según lo exige el movimiento del mundo moral.
Los trámites de la reforma se han señalado en los términos que he juzgado más
propios del caso.
La responsabilidad de los empleados
se señala en la Constitución Boliviana del modo más efectivo. Sin
responsabilidad, sin represión, el estado es un caos. Me atrevo a instar con
encarecimiento a los Legisladores, para que dicten leyes fuertes y terminantes
sobre esta importante materia. Todos hablan de responsabilidad, pero ella se
queda en los labios. No hay responsabilidad, Legisladores: Los Magistrados,
Jueces y Empleados abusan de sus facultades, porque no se contiene con rigor a
los agentes de la administración; siendo entre tanto los ciudadanos víctimas de
este abuso. Recomendara yo una ley que prescribiera un método de
responsabilidad anual para cada Empleado.
Se han establecido las garantías más
perfectas: la libertad civil es la verdadera libertad; las demás son nominales,
o de poca influencia con respecto a los ciudadanos. Se ha garantizado la
seguridad personal, que es el fin de la sociedad, y de la cual emanan las
demás. En cuanto a la propiedad, ella depende del código civil que vuestra
sabiduría debiera componer luego, para la dicha de vuestros conciudadanos. He conservado
intacta la ley de las leyes -la igualdad: sin ella perecen todas las garantías,
todos los derechos. A ella debemos hacer los sacrificios. A sus pies he puesto,
cubierta de humillación, a la infame esclavitud
Legisladores, la infracción de todas
las leyes es la esclavitud La ley que la conservara, sería la más sacrílega.
¿Qué derecho se alegraría para su conservación? Mírese este delito por todos
aspectos, y no me persuado a que haya un solo boliviano tan depravado, que
pretenda legítima la más insigne violación de la dignidad humana. ¡Un hombre
poseído por otro! ¡Un hombre propiedad! Una imagen de Dios puesta al yugo como
el bruto! Dígasenos ¿dónde están los títulos de los usurpadores del hombre? La
Guinea nos los ha mandado, pues el África devastada por el fratricidio, no
ofrece más que crímenes. Trasplantadas aquí estas reliquias de aquellas tribus
africanas, ¿qué ley o potestad será capaz de sancionar el dominio sobre estas
víctimas? Transmitir, prorrogar, eternizar este crimen mezclado de suplicios,
es el ultraje más chocante. Fundar un principio de posesión sobre la más feroz
delincuencia no podría concebirse sin el trastorno de los elementos del
derecho, y sin la perversión más absoluta de las nociones del deber. Nadie
puede romper el santo dogma de la igualdad. Y ¿habrá esclavitud donde reina la
igualdad? Tales contradicciones formarían más bien el vituperio de nuestra
razón que el de nuestra justicia: seriamos reputados por más dementes que
usurpadores.
Si no hubiera un dios Protector de
la inocencia y de la libertad, prefiriera la suerte de un león generoso,
dominando en los desiertos y en los bosques, a la de un cautivo al servicio de
un infame tirano que, cómplice de sus crímenes, provocara la cólera del Cielo.
Pero no: Dios ha destinado el hombre a la libertad: él lo protege para que
ejerza la celeste función del albedrío.
¡Legisladores! Haré mención de un
artículo que, según mi conciencia, he debido omitir. En una constitución
política no debe prescribirse una profesión religiosa; porque según las mejores
doctrinas sobre las leyes fundamentales, éstas son las garantías de los
derechos políticos y civiles; y como la religión no toca a ninguno de estos
derechos, ella es de naturaleza indefinible en el orden social, y pertenece a
la moral intelectual. La Religión gobierna al hombre en la casa, en el
gabinete, dentro de sí mismo: sólo ella tiene derecho de examinar su conciencia
íntima. Las leyes, por el contrario, miran la superficie de las cosas: no
gobiernan sino fuera de la casa del ciudadano. Aplicando estas consideraciones
¿podrá un Estado regir la conciencia de los súbditos, velar sobre el
cumplimiento de las leyes religiosas, y dar el premio o el castigo, cuando los
tribunales están en el Cielo y cuando Dios es el juez? La inquisición solamente
sería capaz de reemplazarlos en este mundo. ¿Volverá la inquisición con sus
teas incendiarias?
La Religión es la ley de la
conciencia. Toda ley sobre ella la anula porque imponiendo la necesidad al
deber, quita el mérito a la fe, que es la base de la Religión. Los preceptos y
los dogmas sagrados son útiles, luminosos y de evidencia metafísica; todos
debemos profesarlos, mas este deber es moral, no político.
Por otra parte, ¿cuáles son en este
mundo los derechos del hombre hacia la Religión? Ellos están en el Cielo; allá
el tribunal recompensa el mérito, y hace justicia según el código que ha
dictado el Legislador. Siendo todo esto de jurisdicción divina, me parece a
primera vista sacrílega y profana mezclar nuestras ordenanzas con los
mandamientos del Señor. Prescribir, pues, la Religión, no toca al Legislador;
porque éste debe señalar penas a las infracciones de las leyes, para que no
sean meros consejos. No habiendo castigos temporales, ni jueces que los
apliquen, la ley deja de ser ley.
El desarrollo moral del hombre es la
primera intención del Legislador: luego que este desarrollo llega a lograrse el
hombre apoya su moral en las verdades reveladas, y profesa de hecho la Religión
que es tanto más eficaz, cuanto que la ha adquirido por investigaciones
propias. Además, los padres de familia no pueden descuidar el deber religioso
hacia sus hijos. Los Pastores espirituales están obligados a enseñar la ciencia
del Cielo: ejemplo de los verdaderos discípulos de Jesús, es el maestro más
elocuente de su divina moral; pero la moral no se manda, ni el que manda es
maestro, ni la fuerza debe emplearse en dar consejos. Dios y sus Ministros son
las autoridades de la Religión que obra por medios y órganos exclusivamente
espirituales; pero de ningún modo el Cuerpo Nacional, que dirige el poder
público a objetos puramente temporales.
Legisladores, al ver ya proclamada
la nueva Nación Boliviana, ¡cuán generosas y sublimes consideraciones no
deberán elevar vuestras almas! La entrada de un nuevo estado en la sociedad de
los demás, es un motivo de júbilo para el género humano, porque se aumenta la
gran familia de los pueblo. ¡Cuál, pues, debe ser el de sus fundadores! -Y el
mío!!! Viéndome igualado con el más célebre de los antiguos,- El Padre de la
Ciudad eterna! Esta gloria pertenece de derecho a los Creadores de las
Naciones, que, siendo sus primeros bienhechores, han debido recibir recompensas
inmortales; mas la mía, además de inmortal tiene el mérito de ser gratuita por
no merecida. ¿Dónde está la república, dónde la ciudad que yo he fundado?
Vuestra munificencia, dedicándome una nación, se ha adelantado a todos mis
servicios; y es infinitamente superior a cuantos bienes pueden hacernos los
hombres.
Mi desesperación se aumenta al
contemplar la inmensidad de vuestro premio, porque después de haber agotado los
talentos, las virtudes, el genio mismo del más grande de los héroes, todavía
sería yo indigno de merecer el hombre que habéis querido daros, ¡el mío!!!
¡Hablaré yo de gratitud, cuando ella no alcanzará jamás a expresar ni
débilmente lo que experimento por vuestra bondad que, como la de Dios, pasa
todos límites! Sí: sólo Dios tenía potestad para llamar a esa tierra Bolivia...
¿Qué quiere decir Bolivia? Un amor desenfrenado de libertad, que al recibirla
vuestro arrobo, no vio nada que fuera igual a su valor. No hallando vuestra
embriaguez una demostración adecuada a la vehemencia de sus sentimientos,
arrancó vuestro nombre, y dio el mío a todas vuestras generaciones. Esto, que
es inaudito en la historia de los siglos, lo es aún más en la de los
desprendimientos sublimes. Tal rasgo mostrará a los tiempos que están en el
pensamiento del Eterno, lo que anhelabais la posesión de vuestros derechos, que
es la posesión de ejercer las virtudes políticas, de adquirir los talentos
luminosos, y el goce de ser hombres. Este rasgo, repito, probará que vosotros
érais acreedores a obtener la gran bendición del Cielo —la Soberanía del
Pueblo— única autoridad legítima de las Naciones.
Legisladores, felices vosotros que
presidís los destinos de una República que ha nacido coronada con los laureles
de Ayacucho, y que debe perpetuar su existencia dichosa bajo las leyes que
dicte vuestra sabiduría, en la calma que ha dejado la tempestad de la Guerra.
Lima, 25 de mayo de 1826.
e.
ULTIMA
PROCLAMA DEL LIBERTADOR.
Simón Bolívar, Libertador de
Colombia, etc.
A los pueblos de Colombia
Colombianos:
Habéis presenciado mis esfuerzos
para plantear la libertad donde reinaba antes la tiranía. He trabajado con
desinterés, abandonando mi fortuna y aun mi tranquilidad. Me separé del mando
cuando me persuadí que desconfiábais de mi desprendimiento. Mis enemigos
abusaron de vuestra credulidad y hollaron lo que me es más sagrado, mi
reputación y mi amor a la libertad. He sido víctima de mis perseguidores, que
me han conducido a las puertas del sepulcro. Yo los perdono.
Al desaparecer de en medio de
vosotros, mi cariño me dice que debo hacer la manifestación de mis últimos
deseos. No aspiro a otra gloria que a la consolidación de Colombia. Todos
debéis trabajar por el bien inestimable de la Unión: los pueblos obedeciendo al
actual gobierno para libertarse de la anarquía; los ministros del santuario
dirigiendo sus oraciones al cielo; y los militares empleando su espada en
defender las garantías sociales.
¡Colombianos! Mis últimos votos son
por la felicidad de la patria. Si mi muerte contribuye para que cesen los
partidos y se consolide la Unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro.
Hacienda de San Pedro, en Santa
Marta, a 10 de diciembre de 1830. 20º.
Simón Bolívar.
2.
ANÁLISIS
POLÍTICO-MILITAR, ECONÓMICO, SOCIAL Y CULTURAL:
a.
Manifiesto
de Cartagena.
Entre las causas políticas,
económicas, sociales y naturales mencionadas por Bolívar destacan:
* El uso del sistema federal, el cual
Bolívar considera débil para la época,
* Mala administración de las rentas
públicas.
* El terremoto de Caracas de 1812.
* La imposibilidad de establecer un
ejército permanente.
* La influencia contraria de la Iglesia
Católica.
BIBLIOGRAFÍA:
Enlaces
web:
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